La infancia de nuestros entrevistados transcurre
en los años treinta del siglo XX, los tiempos de la Segunda
República, de la Guerra Civil. Pese a algunos esfuerzos elogiables,
el fracaso del Estado en el campo educativo es claro: la mayoría
de los españoles es analfabeta. Y eso aunque casi todos piensan
que la ignorancia es una de las principales causas del atraso
del país.
El testimonio de Esteban Herrera, franco y
crudo, lo manifiesta: Yo no he ido al colegio. Yo no he
ido nunca.
El de Gabriela Martín muestra las razones: Yo
no fui a la escuela porque me tenía que quedar en casa para
atender a mis hermanos para que mi madre fuera a traer el
sustento.
La Guerra Civil también fue una calamidad en
su educación: Me evacuaron a los cuatro años por la guerra
y perdí el hilo de la educación. José Gómez Sevilla
Muchos fueron a la escuela algunos meses, o
cuando las faenas del campo lo permitían, durante un período
de escolarización muy corto: Se estaba hasta los siete,
ocho o nueve años, no más, dice África de Castro. De esta
manera, la escuela no era un factor de promoción social. Al
contrario, las diferencias sociales eran determinantes: Los
estudios los tenían los que tenían dinero y el que no, no
podía estudiar. Carmen Pérez
Las familias de campesinos acomodados pudieron
ofrecer a sus hijos un futuro diferente. Ángela Hernando,
una excepción en la muestra, estudió en Valladolid: Después
de pasar muchos años en el internado, conseguí una buena formación
y estudié la carrera de Magisterio.
Las escuelas rurales que conocieron los abuelos
reflejan la pobre realidad española: locales inadecuados con
pupitres o mesas para varios niños, sesenta o más alumnos
por aula, separación por sexo, maestros mal pagados y, a veces,
con escasa preparación.
Yo he ido a la casa de ésta, comenta Dolores
López señalando a su entrevistadora, que allí tenían la escuela. El testimonio de un maestro gallego es así de elocuente:
El aula-local está en el primer piso de un pajar donde guardan
aperos de labranza... El sueldo mensual era de 375 pesetas,
de las que 240 se me iban en pagar la pensión. José Mato
Todo ello en un contexto de pobreza: Escribíamos
en una pizarra chiquitita, cuadradita, que tenía alrededor
un marco de madera. Allí escribíamos y luego lo borrábamos. Manuela Costoso
En la escuela aprendíamos las cuatro reglas
más importantes: suma, resta, multiplicación y división, y
a leer (Valentina Moreno). Olvida la escritura. Eso, y
aun así de modo imperfecto, era lo que podía esperar la mayoría
de los niños. Algunas familias sacrificaban parte de su renta
para que los chicos que valían pudieran recibir algo más en
horas extras nocturnas -pasantías, permanencias- que servían
a los maestros para incrementar algo sus ingresos. Luego
de mayores íbamos a pasantías, que las ponían de noche para
los que sabían un poco más. Emilio Tallos
Los métodos de enseñanza eran quizás toscos:
cuentas, muestras para escribir, lecturas en voz alta, lecciones
de memoria. No había exámenes ni muchos deberes para casa.
En cambio sí había castigos que casi todos recuerdan al cabo
de los años. Uno que parece usual era situar al alumno
en cuestión contra la pared, de rodillas, sujetando algún
libro (Valentina Moreno). Alejandro Arranz recuerda la
clase como un rebaño donde el maestro te estaba pegando
con una vara, al no saberte la lección. Aunque mi abuelo decía
que el maestro tampoco tenía mucho conocimiento de lo que
explicaba.
Acorde con el escaso nivel de las esperanzas
era la exigencia de la escuela: No, no eran exigentes las
profesoras, y tampoco los niños, recuerda Dolores López,
quien sólo
con diecisiete años se encargó ella misma de la enseñanza
de otros niños. Con todo, el maestro y la escuela eran la
única ventana abierta al mundo para muchos. Y había interés
porque los niños aprendieran, quizás porque la dureza de la
vida campesina necesitara alguna esperanza. José Mato, maestro
nacional, testimonia que en 1944 hay interés por la enseñanza
y la asistencia a clase es muy regular.
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