Hasta mediados del siglo II a.C. no puede decirse que Roma contase con una literatura propia cuantitativamente importante. Pero por entonces, ya existe una nobleza ilustrada, que seguía los dictados literarios y filosóficos de las modas helénicas y se había dado el fenómeno del mecenazgo, en torno al «círculo de Escipión». Es de suponer que los libros circulaban, aunque no hubiese ni un sistema organizado para su difusión, y que existían bibliotecas privadas, al menos las que habían llegado a Roma desde Grecia como botín de guerra. Un siglo más tarde, en época de Cicerón, ya hay constancia de la existencia en Roma de un sistema de edición y difusión de libros; incluso hay un barrio donde los libreros abren sus florecientes negocios: el Argiletum (la zona comprendida entre el foro y la Subura). Los libreros romanos podían lograr fabulosos beneficios copiando las obras de los autores de éxito, aunque éstos no cobraban lo que hoy conocemos como «derechos de autor». Colocaban a la entrada de sus tiendas llamativos carteles con los títulos y precios de las novedades. Solían tener la exclusiva de los autores importantes; así Tito Pomponio Ático era editor de Cicerón, los hermanos Sosii de Horacio, Atrecto y Segundo de Marcial, Doro de Séneca, y Trifón de Quintiliano. El proyecto para fundar la primera biblioteca pública de Roma se debe a Julio César, que incluso encargó a Varrón que recopilase libros para ella. Pero César no vio cumplido su deseo. Sería Gayo Asinio Polión quien fundase la primera biblioteca pública de Roma en el 39 a.C., en el Atrium Libertatis. No mucho después, Augusto fundó una biblioteca aneja al templo de Apolo del Palatino (28 d.C.) y otra en el Campo de Marte. Y desde entonces se siguieron abriendo bibliotecas: la del Pórtico de Octavia, la construida por Tiberio en la Domus Tiberiana, la del Templo de la Paz, abierta por Vespasiano, la Bibliotheca Ulpia, levantada por Trajano, otra más en el Capitolio, etc. Las bibliotecas romanas podían formar parte de los grandes complejos arquitectónicos, como las termas o los templos, y estar a disposición de sus visitantes. Se calcula que Roma llegó a tener en el siglo II hasta veintiocho bibliotecas públicas. En cuanto a las privadas, algunas también fueron considerables, como la del poeta Persio. Los gramáticos se aplicaron al estudio y comentario de las obras de los autores nacionales y, de éstos, los más importantes pasaron a formar parte con sus textos de los programas educativos de las escuelas. Este último factor suponía una selección consciente, que determinó la fortuna de la transmisión de algunos autores, que quedaban a expensas de los gustos de cada época. En el siglo VI se produjo el derrumbe cultural del Imperio Romano, que ya estaba anunciado desde el siglo III. Con las invasiones bárbaras, la continuidad de la cultura romana se rompió en muchos puntos, y los restos de la civilización clásica fueron paulatinamente quedando en manos de la iglesia. Los fondos de las grandes bibliotecas públicas y privadas que se salvaron de la catástrofe tuvieron como último reducto las bibliotecas de los nacientes monasterios. No obstante, la mayor parte de la literatura latina perduraba a comienzos del siglo VI, pese al ambiente hostil de los centros monásticos, debido a que el prestigio de la tradición pagana no tenía parangón en la cultura cristiana; las obras de los autores paganos seguían constituyendo modelos dignos de imitación y estudio. En las postrimerías del mundo tardo-antiguo aparecen, no obstante, algunos personajes a los que cabe considerar en conjunto como puente cultural hacia unos siglos en los que hay más sombras que luces: Símaco, Boecio, Casiodoro, Benito de Nursia o Isidoro de Sevilla, entre otros, contribuyeron con su persona y con su obra a que no se olvidara el interés por el libro y por la lectura. Hay muchos testimonios de la existencia de bibliotecas en los monasterios. San Benito, en su Regula, prescribe a los monjes que durante la Cuaresma accipiant omnes singulos codices de bibliotheca ('todos cojan códices de la biblioteca, uno cada uno'), y que lean esos códices a mane usque ad tertiam plenam ('desde el amanecer hasta la hora tercia'). También sabemos que la copia de códices era un deber monástico, y, desde luego, para poseer una biblioteca es imprescindible la copia y el intercambio de libros entre los monasterios. A lo largo de la Edad Media europea, los monasterios y abadías se convirtieron en focos de cultura. En muchos casos, disponían de escuela orientada tanto a la formación de monjes como a la de laicos. En la Baja Edad Media algunas de estas escuelas compitieron con las de las catedrales, y luego lo harían con las universidades. La importancia de un centro monástico se correspondía con la calidad y la cantidad de los libros que se copiaban y de los fondos de su biblioteca, que se convertían así en el más preciado tesoro. En los estantes predominaban los textos religiosos, pero había sitio para los textos de la antigüedad pagana.
|
||||||||||
Domus || Índice temático || Traditio || Géneros y autores || Res Gestae || Romanice |