La palabra stilus designa una especie de punzón del tamaño de un lápiz de nuestros días, que se utilizaba para escribir sobre las tablillas enceradas. Se relaciona con el griego stýlos, 'columna', y también 'punzón', si bien el término griego más corriente con este último significado es gráphion. El más común era de hierro, pero podía ser de hueso, marfil, plata, etc. El extremo usado para escribir tenía una punta afilada, mientras que el opuesto, más ancho y aplanado, se utilizaba para borrar o raspar la cera y aplastarla de nuevo en caso de error.
Los romanos conocieron la plumilla de bronce para escribir con tinta, pero su falta de flexibilidad hizo que cayera en desuso. Para escribir con tinta sobre el papiro o el pergamino se empleaba el calamus scriptorius, es decir, una cañita de junco, uno de cuyos extremos se afilaba con el culter o scalprum librarium, una especie de cortaplumas, y se hendía de modo análogo a las plumillas, para que el corte absorbiese la tinta por capilaridad. Plinio (Historia Natural, XVI 157) asegura que las mejores procedían de Egipto y de Gnido. Se guardaban en la theca calamaria. En español conservamos la expresión latina «lapsus cálami» con el significado de «error cometido al correr de la pluma», es decir, al escribir.
Además de los calami, en el siglo IV comenzaron a usarse para escribir las plumas de ave, preferentemente de oca, que eran más flexibles y se adaptaban mejor a la escritura sobre pergamino. La pluma (penna) se endurecía calentándola e introduciéndola en arena. Lo mismo que en el calamus, la extremidad del cañón de la pluma se cortaba en bisel mediante un cortaplumas, con distintos ángulos que determinaban la forma de los caracteres; luego se practicaba una incisión en el centro para que absorbiera la tinta.
Con el fin de eliminar las manchas de tinta o de efectuar correcciones (rasurae) sobre el texto, el copista se valía para raspar el pergamino del rasorium.
Antes
de comenzar a escribir, se delimitaba el área de la escritura en el
folio (márgenes) con dos líneas verticales, y se trazaban
transversalmente las líneas paralelas de los renglones con el
«lápiz» de plomo, practicando con el compás dos series de diminutos agujeros para
que sirvieran de guía.
La tinta, de color negro, se llamaba atramentum (del lat. ater, ‘negro’) scriptorium o librarium. En la Edad Media se impuso el vocablo de origen griego encaustum, de donde deriva el italiano inchiostro, el francés encre y el inglés ink. Nuestra palabra «tinta» así como el alemán Tinte vienen del latín medieval tincta, ‘teñida’. El recipiente para la tinta se llamaba atramentarium, también scriptorium y calamarium. El molusco que llamamos «calamar», con su bolsa de tinta negra, recibió su nombre precisamente por ser una especie de «tintero portátil». De acuerdo con Plinio (Historia Natural XXXV 6), la tinta se hacía al principio a base de hollín, resina, heces de vino o tinta de sepia, que se mezclaban con goma. Más tarde se emplearon otros ingredientes, como la agalla de encina o el sulfato de hierro, diluidos en vitriolo, vinagre o incluso cerveza, con lo que la tinta negra tomó otros tonos y matices, además del negro. La tinta roja, a base de minium, o terra rubrica (de ruber, ‘rojo’, era el bermellón, es decir, cinabrio reducido a polvo), se usaba en las rubricae, títulos e iniciales, y para todo lo que se quería resaltar. La tinta era espesa y untuosa, y su adherencia era muy variable, dependiendo también de la capacidad de absorción de cada material; en fresco, podía borrarse simplemente restregándola con una esponja húmeda (spongia deletilis). Suetonio, Cal. XX., cuenta que el emperador Calígula obligaba a los poetas que no le agradaban a borrar sus obras con la lengua. Los romanos también utilizaron «tinta invisible»: Ovidio recomienda a los amantes escribir con leche fresca, que sería ilegible hasta que sus cartas fueran espolvoreadas con carbón, y Plinio menciona para este uso la savia de determinadas plantas.
El copista reservaba en el pergamino los espacios en blanco sobre los que posteriormente trabajaría el miniaturista. La miniatura era la técnica por medio de la cual se embellecían las páginas de los manuscritos, lo que afectaba particularmente a las iniciales. El vocablo «miniatura» procede del ya citado minium. Se utilizó también el término alluminare, que significaba 'dar alumbre', es decir, iluminar con lacas obtenidas por reacción química del alumbre (alumen) mezclado con materias colorantes vegetales. Las diversas clases de tintas y sustancias colorantes, los pigmentos de origen animal, mineral o vegetal, se hacían más consistentes y tenaces con goma arábiga, aunque también se utilizó miel o clara de huevo; hasta el cerumen se empleó, precisamente para combatir la espuma de la clara de huevo batida. Gracias a la hiel de buey, el pergamino recibía mejor los colores al agua. En occidente no se utilizó la decoración de oro (pan de oro) o plata tanto como en los códices bizantinos, debido a la peor adherencia de los pergaminos, aunque se ideó el procedimiento de dorarlos con purpurina, es decir, con el metal pulverizado. En cuanto a la decoración de plata, se sustituyó con hoja de estaño. En los códices de gran valor se utilizó también el exótico lapislázuli para preparar un pigmento muy vivo de color azul ultramar.
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