5. ESCRIBAS, AMANUENSES, COPISTAS En Egipto los escribas formaban parte de una jerarquía administrativa. El aprendiz de escriba, siempre de familia principal, recibía de otro escriba las enseñanzas de su oficio desde muy joven. Dadas las características de las escrituras egipcias (hierática, jeroglífica y demótica), se diría que el escriba tenía mucho de pintor. Sentado sobre el suelo con las piernas cruzadas, escribía en el papiro, extendido sobre sus rodillas, con una pluma de caña o un tallo de la misma planta del papiro; escribía de derecha a izquierda en columnas verticales y a mano levantada. Si nos atenemos exclusivamente a lo que afecta a la transmisión de la literatura por vía de copia, hay que decir que en Grecia, y más tarde en Roma (su literatura comienza en el siglo III a.C.), el de amanuense era un oficio servil. El dominus ocasionalmente podía hacer copiar a sus esclavos, con destino a su biblioteca particular, cualquier libro, pero por lo general, al menos a finales de la República, recurría al librero profesional (bibliopola o librarius, aunque este término se hacía extensivo al copista) para comprar su copia o encargarla. El librero tenía a varios copistas trabajando para atender sus encargos, pero sabemos muy poco de las condiciones en que trabajaban. La información acerca de la copia de libros en la Antigüedad
es escasa, si bien el panorama cambia cuando los centros monásticos
se convierten en depositarios del legado escrito. La labor de
copia se realizó en condiciones muy diversas, dependiendo de las épocas,
e incluso de la orden monástica de que se tratase. El copista podía
escribir aislado en su celda: es el caso de los monjes cartujos y de los
cistercienses; este tipo de copia presupone que el copista trabajaba
leyendo directamente un modelo. En los scriptoria, por el
contrario, los monjes escribían colectivamente al dictado, de manera
que era posible realizar varias copias simultáneamente. Las características del scriptorium dependían
de cada monasterio, podía ser un edificio aparte dentro del recinto, o
bien contar con varias dependencias alineadas en las galerías que
rodeaban el claustro. A
finales de la Edad Media un copista con experiencia escribía una media
de dos o tres folios por día, mientras que uno no profesional podía
escribir hasta nueve o diez, pero lo hacía cometiendo más faltas.
Copiar una obra requería a menudo varios meses, lo que puede dar idea
del costo de un códice así. Eso sin contar con el trabajo de los
iluminadores. Copistas laicos comenzaron a trabajar a sueldo en los scriptoria de los monasterios ya desde el siglo VIII, pero su número creció con el nacimiento de las Universidades, entre los siglos XII y XIII, cuando comenzaron a establecer sus talleres en las proximidades de estas instituciones, debido a que la demanda de libros había aumentado notablemente.
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