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Historia de Roma

INTRODUCCIÓN

Es un hecho que los romanos no sintieron necesidad de escribir su propia historia hasta el siglo III a. C., y cuando empezaron a hacerlo lo hicieron, no en su propia lengua: el latín, sino en la lengua de uno de los pueblos que conquistaron: el griego. Aunque su ciudad había sido fundada cinco siglos atrás, hasta ese momento no se habían tomado demasiado en serio a sí mismos como nación, y aún tardarían un tiempo en perder su complejo de gente bárbara (así eran a ojos de los helenos). Pero a finales de ese siglo III, la victoria en la segunda guerra Púnica, los dejó tan sorprendidos a ellos como a sus vencidos rivales; de repente vieron que su Vrbs, que hasta entonces no había hecho más que ganar terreno en la Península a costa de sus vecinos itálicos, quedaba elevada a la categoría de primera potencia del «mundo civilizado».

Apegados siempre a su terruño, en el solar patrio del Lacio, los romanos se vieron abocados a una especie de huida hacia adelante que duró cinco siglos más: debían conquistar el mundo, aunque fuera de mala gana, porque ése era el destino que tenían reservado. Así al menos se lo habían expresado a Eneas, el fundador de su nación:

Texto de Virgilio que recoge las palabras de Anquises, dirigidas a su hijo Eneas, el troyano que llegó a Italia y fundó la nación romana como continuadora de la Troya homérica.

«Tú, romano, no olvides que lo tuyo es gobernar pueblos con autoridad.

Tales han de ser tus artes: imponer el reinado de la paz,

ser indulgente con los vencidos y doblegar a los soberbios.»

(Virgilio, Eneida 851-853, trad. F. M.)

Desde luego, los romanos «imponían el reinado de la paz, eran indulgentes con los vencidos y doblegaban a los soberbios»; ése era su punto de vista. Pero lo que no es objeto de controversia es que «gobernaran pueblos con autoridad», ya que así lo hicieron; Roma y el mundo llegaron a ser casi sinónimos, hasta que su gastada maquinaria, que había logrado durar ya mil años, dejó de funcionar, allá por el siglo III d.C. Con todo, Roma había subido tan alto que tardaría aún tres siglos más en perder su dignitas y caer, partida ya en dos, «desplomada por su propio peso», como dijo el historiador Gibbon.

Sus formas de gobierno, sus instituciones políticas y militares, su expansión y declive, así como los nombres de los personajes que merced a su virtus fraguaron el esplendor de Roma, tienen aquí su oportuno lugar en el que nos ocupamos de ellas. Sin embargo, y dado que la de Roma es una Historia que se polonga en el tiempo como pocas, nos centraremos en algunos momentos clave.

El historiador romano Fabio Píctor en el reverso de un denario del 126 a.C.

Prisioneros bajo los trofeos, detalle del friso del templo de Apolo Sosio, en el teatro Marcelo (c. 20 a. C.), Museos Capitolinos, Roma.

Detalle del friso del Ara Pacis Augustae (13 a.C.), Roma

Alegoría de Roma en una miniatura de un códice medieval

Águila de la Victoria, camafeo del siglo I a.C., Kunthistorisches Museum, Viena

Romanos de la decadencia, de Thomas Couture (1847), Louvre, París.

Plinio el Viejo hace un canto a Italia, confundida ya con la propia Roma, en el que destaca sobre todo su misión civilizadora.

«Sé muy bien que se me puede considerar de ánimo desagradecido y débil por nombrar, como por azar y de paso, una tierra que es criatura y a la vez madre de todo el mundo, elegida por voluntad de los dioses para hacer el cielo mismo más luminoso, congregar imperios antes esparcidos, educar los hábitos sociales y, con la comunidad de lengua, llevar a entendimiento a gentes de hablas tan diferentes y salvajes y aportar la civilización al género humano: en una palabra, a que fuera una sola en todo el orbe la patria del conjunto de todas las naciones. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Quién alcanzaría a expresar la nobleza de tantos lugares? La inmensa fama de cada uno de los hechos y de los pueblos me sobrecoge. (...) Y ni siquiera menciono el carácter y las costumbres, ni los héroes ni los pueblos que Italia ha sometido con su poder y con el de su lengua.»

Plinio el Viejo, Historia Natural III 39, 42, trad. Antonio Fontán

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