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Las relaciones comerciales y coloniales con Egipto facilitaron
el suministro de papiro, aunque también se usaron
otros materiales como las tablillas, sobre todo para anotaciones
breves y para la enseñanza. Sin embargo, en Roma
se producirán una serie de cambios decisivos en
la elaboración y difusión del libro.
El primero de estos cambios fue la
comercialización del libro, que dará lugar
a la aparición de librerías editoriales,
con esclavos dedicados a la copia de textos. El negocio
editorial se fue desarrollando mediante el intercambio
y la compraventa de libros. Pomponio Ático fue
el primer editor romano, que destacó por editar
las obras de Cicerón. El comercio del libro se
vio favorecido además por la costumbre de los
patricios romanos de coleccionar libros como signo de
distinción. Así poseer una biblioteca
se convirtió en sinónimo de prestigio
social. La escritura se hizo cotidiana, se escribía
en el Senado, en las campañas militares y en
la vida doméstica, y se tomaron numerosas bibliotecas
como botín de guerra.
Por otro lado, en la Roma Imperial
se crearon las bibliotecas públicas, de titularidad
estatal, a las que tenía acceso cualquier ciudadano.
Asinio Polión inauguró la primera biblioteca
pública en el año 39 a.C. Las más
importantes fueron las bibliotecas Octaviana y Palatina
creadas por Augusto, y la mayor de todas fue la biblioteca
Ulpia por encargo del emperador Trajano. Durante el
desarrollo del cristianismo, en los últimos tiempos
del Imperio Romano, también se crearon importantes
bibliotecas cristianas, como la Biblioteca de Cesarea.
En el Imperio Romano de Oriente, Constantino fundó
una gran biblioteca, la de los Embajadores, con obras
tanto de la literatura cristiana como de la pagana.
Ya en la época bizantina, Bizancio contaría
con importantes bibliotecas privadas e institucionales
(Biblioteca de los Embajadores o Biblioteca de los Patriarcas).
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