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Desde la caída de Roma, el libro
deja de ser un fenómeno civil y pasa a refugiarse
en el mundo religioso, sobre todo en los monasterios,
que se convierten en auténticos centros culturales.
Desaparece el comercio del libro, ya que ahora los libros
se copian en los centros eclesiásticos pero sin
fines económicos. El libro adquirió una
gran importancia como garante de la cultura, que quedó
en manos de la iglesia, y con ello también la lectura,
copia y conservación de los manuscritos.
Así, los libros pasaron a ser casi exclusividad
de los monasterios, apenas había demanda fuera
de ellos. Casi nadie sabía leer, la cultura del
pueblo era oral, los nobles eran analfabetos y en el mejor
de los casos tenían a su servicio un lector o un
copista. La práctica desaparición del comercio
y la decadencia económica tuvo consecuencias funestas
para el libro, ya que los pergaminos escaseaban. La incomunicación
entre los diferentes centros culturales y la desaparición
de la unidad romana dio como resultado, entre otras cosas,
el abandono de la letra romana y la aparición de
nuevas escrituras, las llamadas "letras nacionales":
merovingia, visigoda, insular, etc.
Por otro lado, los monasterios eran autosuficientes: criaban
su propio ganado, del cual obtenían los pergaminos
para los libros, los monjes se encargaban de la copia,
encuadernación y decoración de los libros.
Los talleres donde se hacía la copia e iluminación
de los manuscritos se llamaban Scriptorium. Un
monje experto dirigía el trabajo y además
podía encargarse de la biblioteca. Otras veces
existía una persona encargada exclusivamente de
la biblioteca, el Librarium. Los scripotoria
eran los encargados de hacer las copias de los manuscritos
como un medio de conseguir la disciplina interior. Al
principio los copistas realizaban el trabajo sobre sus
rodillas utilizando una tablilla como soporte. Avanzada
la Edad Media dispondrían ya de pupitre, silla
y utillaje (plumas, tinta, lápices de gráfito,
etc.) propios.
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