La metamorfosis (El Asno de Oro, III 24-26) |
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Insistiendo en la veracidad de estas informaciones y sumamente agitada, entra en la estancia y saca del cofre la cajita; yo recojo esta cajita con ambas manos y la cubro de besos; en primer lugar la conjuro para que me otorgue el favor de un vuelo feliz; al instante me despojo de toda mi indumentaria y meto ansiosamente las manos dentro; saco un poco más de ungüento y me froto a fondo todos los miembros de mi cuerpo. El ardiente deseo de parecer un ave me lleva a mover alternativamente mis brazos; no aparece el menor síntoma de pelusa ni de plumas; la clara realidad es que mis pelos se endurecen como cerdas; mi suave cutis adquiere la rigidez del cuero; en mis extremidades no se pueden ya contar los dedos, pues cada miembro termina en uno solo con una sola uña; y en la última vértebra me sale una larga cola. Mi rostro pierde toda proporción: me crece la boca, se me ensanchan las narices, me cuelgan los labios; de la misma manera se cubren de pelo y se desarrollan exageradamente las orejas. En la triste metamorfosis, como único consuelo, veo que, si bien ya no puedo tener a Fotis en mis brazos, se abrían para mí nuevas posibilidades naturales. Sin saber cómo
salir del trance, al fijarme en todos los pormenores de mi persona y ver
que no era un ave sino un asno, me pongo a maldecir la conducta de Fotis;
pero me faltaba ya el gesto y la palabra de las personas; tan sólo podía
dejar caer el labio inferior y reclamar en silencio mirándola con los
ojos húmedos. Ella, al verme en
tal estado, empezó a golpearse desesperadamente la cara con ambas manos y
exclamó: «¡Pobre de mí, estoy perdida!
El miedo y la precipitación han hecho que me equivocara; el parecido de las cajas ha
originado mi confusión. Por suerte
es bastante fácil hallar un remedio a esta metamorfosis: pues te bastará
masticar unas rosas y dejarás de ser asno para volver a ser en el acto mi
querido Lucio. ¡Ojalá hubiera seguido esta tarde mi costumbre de ir a
buscar unos ramos de flores! Así
no hubieras tenido que esperar ni el transcurso de esta noche.
Pero en cuanto amanezca, tendrás el remedio a tu disposición. Así se lamentaba Fotis.
Aunque yo era un asno perfecto y una acémila había sustituido mi
personalidad de Lucio, no obstante conservaba la sensibilidad del hombre.
En mi fuero interno deliberé mucho tiempo y muy a fondo si debía
matar a aquella abominable malhechora haciendo recaer sobre ella una
lluvia de coces y atacándola a mordiscos.
Una reflexión más sensata me hizo desistir del peligroso
proyecto: si mataba a Fotis para castigarla, eliminaría también la
posibilidad de salvarme con su ayuda. Con
la cabeza gacha y en movimiento, me puse a rumiar las circunstancias de
mi humillación y, doblegándome ante el inexorable trance, me dirijo a la
cuadra para hacer compania a aquel caballo que había sido mi dignísíma
montura; allí encontré también instalado a otro asno, el de mi antiguo
huésped Milón. Y si por un
sentimiento secreto y natural hubiera entre los animales, aunque sin poder
expresarse, alguna relación sagrada de hospitalidad, yo me figuraba que
el caballo aquel, al reconocerme, me acogería con simpatía y me daría
un trato de preferencia como huésped. Pero,
¡oh júpiter hospitalario! ¡Oh secretos designios de la Buena Fe! Mi noble corcel susurra al oído del asno y ambos conciertan
inmediatamente mi ruina. Temen sin
duda por su ración al verme acercarme al pesebre; y, con las orejas
gachas, se lanzan rabiosos contra mí a coces despiadadas.
Me echaron muy lejos de la cebada que la noche anterior habían
servido mis propias manos a aquel queridísimo servidor. (Trad. Lisardo Rubio) |
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