El rodaballo (Sat. IV, 37-56) |
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Cuando
el último Flavio laceraba el mundo medio muerto y Roma era esclava de
un Nerón calvo, llegó a aguas del Adriático, ante el templo de Venus
sostenido por Ancona, la ciudad doria, un rodaballo de tamaño descomunal,
que llenó por sí solo la red; colgó de ella, y no era menor que
aquellos peces que el hielo meótico aprisiona y que, fundido finalmente
por los rayos del sol, suelta en las puertas del Ponto impetuoso,
entumecidos por la inactividad y gordos por los fríos prolongados. El patrón de la barca y dueño de la
red destina esta captura monstruosa al Sumo Pontífice. Pues ¿quién se habría atrevido a exponerla o a adquirirla,
si en la misma playa pululan los delatores? Apostados en todas partes
los rastreadores de la costa discutirían con el marinero todavía sin
ropa: no dudarían en afirmar que se trata de un pez fugitivo, metido desde siempre en los viveros imperiales, de donde se había
escabullido; debía, pues, volver a su dueño primitivo. Si hemos de dar
crédito en algo a Palfurio y a Armilato, todo lo que en el mar haya de
bello y de conspicuo pertenece al Fisco, dondequiera que nade. Le será,
pues, entregado este pez, para evitar que se pierda. (Trad. Manuel Balasch) |
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