No hay quien viva en Roma (Sat. III) |
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Por desgraciado que me haya dejado la marcha de mi querido amigo, yo aprecio su decisión de instalarse en Cumas, hoy casi vacía, y se constituya en vecino de la Sibila. Cumas es la puerta de Baias, esa costa encantadora que brinda un delicioso retiro. Por mi parte, prefiero Prócida a la Suburra. Pero por mucha que sea la soledad de estos lugares es mejor acogerse a ellos que no vivir en la terrible Roma con los espantos de sus incendios, los derrumbamientos de las casas, y sus poetas, que no dejan de recitar sus versos ni en pleno agosto. Mientras se colocaba en el carro el equipaje de Úmbrico, detúvose éste a contemplar los arcos antiguos, junto a, la puerta Capena. Allí donde Numa celebra sus entrevistas nocturnas con su amiga. Ahora los mármoles de la fuente sagrada, el santuario y estos bosques, en otro tiempo morada de las musas, los poseen en alquiler los judíos. Descendimos
la calle de Egeria, donde sus grutas artificiales alejan la idea de la
divinidad, presente sobre las aguas, y el verde césped de antaño, y
profana con sus mármoles la hermosa piedra primitiva. Puesto
que no hay sitio en Roma, gritaba Úmbrico, para las profesiones honradas,
que ahora producen menos que ayer, y mañana producirán menos que hoy,
huyo a los lugares donde Dédalo se despojó de sus alas fatigadas. Apenas
blanquean mis cabellos; mi vejez, de la que estoy en los comienzos, es
sana y vigorosa; no necesito bastón, porque mis piernas son fuertes;
abandono a mi patria. Que sigan en ella Antonio y Cátulo; que se queden
los que cambian lo blanco por lo negro; los que especulan con todo; los
que comercian con esclavos; los que explotan el templo, y el mercado y la
sucia cloaca, y hasta los cadáveres que llevan a la pira. Antes, con sus
mofletes hinchados, tocaban el cuerno en las luchas del circo, y de todos
eran señalados por su baja estofa. Ahora organizan los Juegos, y cuando
la multitud lo ordena, volviendo el pulgar hacia abajo, matan a los
luchadores vencidos. Todo lo pueden, ejemplo vivo de cómo la Fortuna
eleva a lo más alto, para divertirse, a los que proceden de más bajo. ¿Qué
haría yo en Roma? Yo no sé mentir. Si un libro es malo no soy capaz de
elogiarlo. Nada sé del
movimiento de Ios astros; no puedo, pues, vaticinar a un hijo la próxima
muerte de su padre. Yo
os diré qué tipo de magnate es el mejor mirado, y del que me aparto
cuanto puedo. No
puedo aguantar una Roma a la griega. Escasa cantidad del elemento aqueo
entra en esta hez. Hace mucho tiempo que el Oronte, río de Siria, desagua
en el Tíber, trayendo el lenguaje y las costumbres de ese país; el arpa
de cuerdas oblicuas, los tañedores de flauta, los tamboriles exóticos y
las muchachas cuya operación es buscar clientes paseando por las
proximidades del Circo. Id
a buscarlas vosotros, los que gustáis de estas lobas de pintados
cabellos. Pero este rústico descendiente es de otro parecer. El
uno abandona la alta Sicyone, el otro Amidón, el de más allá Samos,
Trales o Alabanda, para marchar a la conquista del Esquilino y la colina a
la que el vimen (mimbre) ha dado su nombre. Helos
ahí, en espera de ser los amos, los señores de las grandes casas. Poseen
inteligencia viva, desvergüenza y elocuencia más caudalosa que las aguas
del Iseo. ¿Te
das cuenta bien de lo que es un griego?
Gramático, retórico,
geómetra, pintor, masajista, augur, médico, saltimbanqui, mago... i
Subirá hasta el cielo si le conviene! Un griego hambriento sabe todos los
oficios. No era tracio, ni mauritano, ni sármata el que se puso dos alas
para volar: había nacido en Atenas, el corazón de Grecia. Hay
quien vino a Roma de vendedor de higos y ciruelas, y conducido por los
vientos de la suerte, me impondrá sus leyes y se acostará en un lecho
mejor que el mío. Pero aun llegan a más. Gente experta en lisonjas,
alaba la conversación del ignorante, el talle del jorobado y el vigor del
que se desmaya de puro débil. También
entre nosotros hay aduladores. Pero no es al romano, sino al griego, a
quien aprovechan las lisonjas, porque a él se las creen. Se
vuelcan en elogios cuando un actor representa a la perfección Tais, o
hace un papel de esposa, o a Doris totalmente desnuda, de modo que nadie
dijera que es un hombre en vez de una mujer, pues de todo es liso y llano
en su bajo vientre. Nosotros
no admiramos a un Antíoco, a un Estratocles, a un Demetrio o a un Hemo
desvergonzado. Pero en
Grecia... Toda Grecia es comediante. Ríen
mucho más que tú, con grandes carcajadas cuando hay que reír. Y cuando
hay que llorar lo hacen a lágrima viva, pero sin el menor sentimiento. Si
dices que tienes frío, ellos se abrigan, y si que tienes calor, ellos se
desnudan y hasta los verás sudar. La
partida es desigual. Quien se adapta al parecer del otro y todos los días
y todas las noches está dispuesto a la complacencia y hasta dedica besos
al que orina
bien, haciendo resonar su orinal de oro, juega con enorme ventaja. Añade
a esto que, para ellos, no hay nada digno de respeto, nada seguro contra
su lascivia: ni la austera matrona, ni la joven casada, ni la virgen, ni
el muchacho todavía puro. Incluso se lanzan sobre la abuela del amigo. Procuran
enterarse de secretos de familia para hacerse temer. Escucha esto que te
digo: un togado de los más prestigiosos hizo matar, mediante su acusación,
a su amigo Barea, y más tarde, ya viejo, sacrificó a un su discípulo,
criado en aquellas costas en donde cayó una pluma del caballo de la
Gorgona. Allí
donde reina un Protógenes, un Dífilo, un Hermarco, no hay lugar para un
romano. Uno de esos viles es el que vertió su veneno en el oído de quien
pudo echarme a la calle. ¿Qué importa mis trabajos y servicios? No
hay que hacerse ilusiones. Aquí el hijo de un hombre libre, sirve de
criado al esclavo de un rico. Hay
individuos que pagan a la ramera Calvina o a la ramera Catiena, por
gozarlas una o dos veces, el dinero que gana un tribuno de legión. Tú en
cambio, habrás de pensarlo mucho si te gusta Quione y quieres poseerla. ¿Qué
importa que testifique ante la justicia el mismísimo
huésped
que albergó el templo de Ida? Comparezca
Numa o el que salvó a Minerva de su templo incendiado, es igual. Del
ciudadano interesará su fortuna, y, si acaso, se le preguntará sobre su
moralidad. Pero siempre, cuántos esclavos mantiene, cuántas yugadas de
tierra posee, cuántos platos y de qué cuantía se sirven en sus
banquetes. Se
inspira tanta confianza cuanto dinero se posee. Nada vale el juramento del
pobre, aunque lo haga ante los altares y por los dioses. La
lúgubre pobreza lleva consigo el estigma más duro: el de hacer ridículos
a los hombres. ¡Cómo
divierte ver una capa sucia o hecha jirones, una toga raída, unos zapatos
rotos, y más si deja ver por su rotura los dedos de los pies! ¡Fuera
los humildes! ¡Fuera los banquetes de los caballeros, el que no tenga
rentas! ¡Que se siente en su lugar el hijo de un pillastre engendrado
bajo cualquier puente! Al
estúpido Otón, debemos gran parte de estas distinciones jerárquicas.
Ningún yerno es bien visto, si tiene menos dinero que la novia, y a ningún
pobre se le llama a asesorar a los ediles. Hace
mucho tiempo que todos los romanos debieran haber emigrado de Roma. ¿Cuánto
cuesta una mísera vivienda? Las dificultades domésticas deprimen el ánimo
e impiden al virtuoso mostrar su valor. A
muchos les avergüenza comer en platos de barro. Sostener unos pocos
esclavos, alimentarse con suficiencia cuesta cantidades exorbitantes. Se
dice que existe una vasta región del territorio italiano en que a nadie
se le ve con toga, sino cuando se muere. Cualquier solemnidad, si alguna
vez se celebra en estos lugares, tiene por teatro el suelo de tierra, y,
si se representa una comedia popular de esas que hacen llorar a los niños
en los brazos de sus madres, se verán en la escena las máscaras
descoloridas y el vestuario tan pobre como el de los espectadores.
Solamente los altos personajes lucirán la túnica blanca, como gala de su
categoría. En
Roma, ocurre lo contrario. Se viste mejor de lo que permiten las
posibilidades económicas. La ostentación sobrepasa a la prudencia,
aunque haya que recurrir al préstamo del vecino. Es un vicio de todos.
Somos pobres, pero vanidosos. Todo
en Roma tiene su precio. ¿Cuánto te cuesta la vanidad de codearte con
Cosío o de que Veienton se digne dirigirte una mirada, sin despegar los
labios? Hay
que destacarse. Uno se afeita la barba; otro, corta el cabello a su
favorito. Quien, convida en su casa, y la llena de golosinas; pero ha de
pagarlas. Tú, calla y come. Si
tienes tu casa en la deliciosa Preneste; en Volsena, de frondosos
jardines; en la tranquila Gabio, o en el pétreo anfiteatro de Tibur, no
temas que se desplome o arruine. Tiene sólidos cimientos. En
cambio, nosotros tenemos nuestras viviendas construidas sobre débiles
apoyos. No
insistas en tus temores. La autoridad dirá, a los inquilinos de la casa
próxima a derrumbarse, que duerman tranquilos, bajo la amenaza de
perecer. Uno
reclama el agua al desalojar su chamizo, porque ya arde el tercer piso. El
miedo subió desde el piso bajo y el fuego con él hasta el desván,
protegido de la lluvia por las tejas, allí donde las palomas
se arrullan, donde se recogen para poner sus huevos. Codro
tenía una cama demasiado pequeña para Prócula. Y adornaba su
aparador con seis jarritas. Y, en la parte baja, un ánfora con un pequeño
centauro Quirón, de mármol. Poseía
también, en un viejo armario, divinos libros griegos, que los ratones habían
roído poco a poco. En
realidad, Codro, reducido a su pobreza, no tenía nada; pues bien, esta
nada le perdió totalmente y quedó desnudo y a la intemperie; por
lo que se vio obligado a pedir un poco de alimento y un techo bajo
el cual cobijarse. Nadie le hizo caso. En cambio, un día es pasto de las
llamas el magnífico palacio de Pérsico, y todos se conmueven. Las damas
olvidan sus atavíos, nuestros patricios se ponen de luto, los magistrados
suspenden los juicios. Es entonces cuando se maldice al fuego y se
lamentan las catástrofes que ocurren en Roma. Todavía
arde el palacio, cuando ya se emprende su reconstrucción. Un rico ofrecerá
mármoles y bronces; otro, donará blancas estatuas desnudas; otro, alguna
obra maestra de Eufranor o de Policleto; el de más allá, tapices y
libros; el de más acá, una Minerva de plata y bastante dinero. De suerte
a que el viejo Pérsico, hombre riquísimo y sin hijos, obtendrá mucho más
de lo que ha perdido. Hasta el punto de que surge la sospecha de que haya
sido él mismo quien incendió su casa. Si
tienes voluntad para prescindir de los juegos del circo, búscate una casa
en Sora en Fabratería, en Frusino y la encontrarás muy confortable por
lo que, en Roma, te cuesta el alquiler de un cuartucho miserable. Tendrás
un jardín, con un pozo no muy profundo de donde podrás sacar tú mismo,
sin gran esfuerzo, el agua necesaria para regar el césped y la huerta. Trabaja
con la azada tus tierras, cosa que te causará gran satisfacción y el
producto suficiente para dar de comer a cien pitagóricos. Tener una
propiedad, aunque sea humilde, ya es algo. En
Roma hay muchas personas que mueren de insomnio. ¿En qué casa de
vecinos, de Roma, se puede conciliar el sueño? Es preciso tener mucho
dinero para poder dormir en esta ciudad. El
paso de los coches por las estrechas calles, los juramentos de los
cocheros, que tienen que detenerse a cada momento, le quitarían el sueño
al mismo Drudo, y a las vacas marinas. Nos
vemos obligados a mezclarnos con la multitud. Si tengo prisa, como si no
la tengo, he de caminar al paso que los demás quieren. El
uno me estruja; el otro me mete el codo por los riñones; el otro, que
lleva un madero, me da con él en la cabeza, el otro con un cántaro. Mis
piernas se cansan, se hinchan, mis pies se meten en barrizales. ¿No
ves el barullo y el humo con
que
acuden a la espórtula? Son cien, mil individuos, que desfilan provistos
con sus cacharros de cocina. Mira
a Corbulón: enormes vasijas, grandes cestos llevan sobre la cabeza,
erguido el cogote, sus desgraciados esclavos. Muchas
túnicas se desgarran. Si la carreta que lleva mármoles de Liguria
vuelca, aplastará a sus vecinos. El
carromato, cargado con árboles enteros, amenaza con sus movimientos a la
multitud. Una teja despedida
por el viento cae sobre ti y te rompe la cabeza. Por la noche tiran desde
las ventanas a la calle cacharros rotos, objetos inservibles, que se
estrellan contra el suelo, si no te encuentran en su camino. Te lo
aseguro: serás un temerario si acudes a una cena sin antes haber hecho
testamento. Debes considerarte venturoso, si pasas de noche por una calle
y no vierten sobre ti más que el contenido de los bacines. Se
castiga al borracho que no ha bebido vino, y al pendenciero que no ha
tenido ninguna querella. Tú vas por la calle tranquilo. Un joven
desvergonzado y ebrio, que luce su manto escarlata, te manda parar. No
hay más que obedecer. El joven lleva un largo acompañamiento de
servidores con antorchas y lámparas de bronce. Como yo no me alumbro con
más luz que la de la luna, o la de un pobre candil, me desprecia. El
caballero, que puede ser un loco y más fuerte que yo, me interroga con
altanería: «¿De dónde vienes? -grita-. ¿En qué casa te has llenado
la tripa de habas y vino? ¿Qué bellaco ha compartido contigo la bazofia
de cebolla y hocico de cordero? ¡Contesta!... -y me da una patada-. ¿De
qué sinagoga sales o eres un pordiosero que pide por las calles?». Y te
da más patadas. Si se contesta o trata uno de retirarse en silencio, es
lo mismo. Te pegan y después te entregan a la ronda. Con
estos aristócratas, el pobre no tiene otro recurso que implorar, aunque
lo tundan a puñetazos y puntapiés y, si logra que lo dejen marchar, debe
irse contento si conserva algunos dientes. Pero
no es esto sólo lo terrible. Abundan los salteadores que te despojan
cuando nadie puede acudir en tu auxilio, porque todas las puertas están
cerradas y las tiendas atrancadas con fuertes barrotes. A
veces el salteador te ataca puñal en mano. Los facinerosos pueden actuar
libremente, mientras patrullas de guardias armados custodian las lagunas
pontinas y el bosque Galinaria es vigilado constantemente. Armados
y bien armados, porque para ellos forjan el hierro fraguas y yunques,
aunque se carezca de este metal para fabricar arados, azadas y piquetas. ¡Felices
los tatarabuelos de nuestros bisabuelos! ¡Felices los siglos pasados, que
bajo los reyes o bajo los tribunos se contentaban con no ver en Roma más
que una sola cárcel! Mucho más podría decirte en abono de los motivos que aconsejan dejar Roma. Pero las mulas se impacientan y el crepúsculo avanza. El mulero agita su vara indicándome que ya es hora de partir. Adiós, y no me olvides. Y ten presente que cuando Roma te obligue al descanso y te refugies en Aquino, yo acudiré a tu primera llamada e iré desde Cumas a reunirme contigo, abandonando las cercanías de Ceres Helvina y de tu adorada Diana. Me verás llegar con mis botas campesinas para escuchar tus sátiras, si a ello no se opone tu musa. (Trad. A. Espina) |
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