¡Oh,
feliz de mí! ¡Oh noche para mí resplandeciente! / Y
¡oh tálamo, dichoso a causa de mis placeres! / ¡Cuántas palabras nos
contamos a la luz de la lámpara / y cuánta lucha hubo cuando fue quitada la
luz! / Ya luchaba conmigo con sus pechos desnudos, / ya se demoraba cubriéndose
con la túnica. / Ella
abrió con su boca mis ojos que se cerraban de sueño / y dijo: «¿Así yaces,
perezoso?». / ¡Qué variados abrazos cambiaron nuestros brazos! / ¡Y cuánto
se demoraron mis besos en tus labios! / No
sirve arruinar el acto del amor haciéndolo a ciegas; / por si no lo sabes, en
el amor los ojos son los guías. / El mismo Paris, se cuenta, se rindió por la
espartana desnuda / cuando ésta se erguía del lecho de Menelao; / se
dice también que, sin ropas, Endimión cautivó a la hermana de Febo / y que
yació con la diosa desnuda. / Pero
si persistiendo en tu ánimo te acuestas vestida,
/ una vez
desgarrado tu ropaje, tendrás que soportar mis manos: / inclusive más, pues si
la pasión me lleva más lejos, / mostrarás
a la madre los brazos golpeados. / Los
pechos caídos aún no te impiden jugar: / que
de eso alguna se cuide si le vergüenza haber dado a luz. / Mientras nos
lo permitan los hados, saciemos los ojos con amor: / ya una larga noche viene
para ti y el día no ha de volver. / ¡Y ojalá que, adheridos de este modo,
quieras que nos encadenemos
/ de manera que ningún día nunca nos separe! / Te
sirvan de ejemplo las palomas enlazadas en el amor, / el
macho y la hembra en total connubio. / Se
equivoca aquel que busca la extinción de un loco amor; / el
verdadero amor no conoce límite alguno. / Antes burlará la tierra con falso
fruto a quienes aran / y más rápidamente el Sol agitará sus negros caballos /
y los ríos comenzarán a llevar aguas a su naciente / y el pez estará árido
en seco abismo, / que pueda referir a otra mis angustias; / seré
de ésta mientras viva; de ésta, muerto. / Mas si quisiera concederme tales
noches consigo, / inclusive
un año de vida me sería largo; / si ésta me concediera muchas, en ellas me
haría inmortal: / en
una sola noche, cualquiera puede ser un dios. / Si todos ambicionaran correr
semejante vida / y yacer con los miembros pesados a causa del mucho vino, / no
existiría el hierro cruel, ni la nave de guerra, / ni el mar de Accio agitaría
nuestros huesos, / ni Roma, tantas veces conmovida entorno por sus propios triunfos,
/ estaría
cansada, en señal de duelo, de soltar sus cabellos. / Estas
cosas, por cierto, podrán alabar con razón quienes nos sigan:
/ nuestros
combates no dañaron a ninguna deidad. / ¡Tú,
ahora, mientras haya luz, no dejes el fruto de la vida! / Aunque
dieras todos los besos, darías pocos. / Y
así se han desprendido de las marchitas corolas los pétalos / que, esparcidos
por todas partes, ves nadar en las copas, / así a nosotros que amantes hoy
aguardamos lo más grande, / quizá
el día de mañana pondrá fin a nuestras vidas.
(Trad.
H. F. Bauzá)
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