Asedio de Sagunto (Historia de Roma, XXI 7-8) |
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Mientras
los romanos deliberaban y preparaban tales acciones, Sagunto sufría un fuerte
asedio. Esta ciudad era con gran diferencia la más rica al sur del Ebro,
situada a casi mil pasos del mar. Eran oriundos, se dice, de la isla de Zante y
con ellos estaban mezclados incluso algunos del linaje de los rútulos de Árdea.
De todas formas, en breve tiempo consiguieron una gran prosperidad tanto por el
comercio marítimo y terrestre como por el aumento demográfico y por la
integridad de su conducta, pues cultivaron una lealtad propia de aliados hasta
su destrucción. Aníbal
entró en su territorio, devastó completamente la comarca y se dirigió hacia
la ciudad por tres frentes. Un ángulo de la muralla daba a un valle más llano
y abierto que los demás lugares de los alrededores. Contra ese punto decidió
llevar los manteletes, pues con su protección se podría acercar el ariete
hasta las murallas. Pero, aunque el lugar, lejos de la muralla, favorecía
bastante el movimiento de los manteletes, sin embargo se fracasaba
estrepitosamente, cuando se pasaba a la puesta en práctica de la operación.
Una gran torre se alzaba amenazadora, la muralla había sido fortificada, como
era de esperar en un lugar peligroso, con una altura superior al resto y jóvenes
escogidos ofrecían más resistencia precisamente donde amenazaba un peligro y
miedo mayores. Al principio rechazaron al enemigo con proyectiles y no dejaron
ningún lugar sin peligro para los trabajos de asedio; después ya no sólo
blandían sus dardos delante de las murallas y la torre, sino que tenían arrojo
incluso para hacer incursiones contra los puestos de guardia y obras de los
enemigos; y en estas escaramuzas tumultuosas caían casi igual número de
saguntinos que de cartagineses. Y como quiera que Aníbal, por acercarse un
tanto imprudentemente al pie de la muralla, cayera gravemente herido por una
lanza en la parte anterior del muslo, se produjo a su alrededor tal desbandada y
confusión que faltó poco para que se abandonaran las obras y los manteletes. Después
se pasó más a un bloqueo que a un asalto durante unos pocos días, mientras se
curaba la herida del general. Durante este tiempo hubo tregua en los combates,
pero no se dejó de trabajar en las obras de ingeniería militar. De ahí que la
guerra se reanudara con más encarnizamiento y se empezara a llevar los
manteletes y mover el ariete por varios puntos, pese a que las maniobras se hacían
difíciles en algunos lugares. Los cartagineses estaban sobrados de hombres -se
tiene bastante certeza de que habían reunido hasta ciento cincuenta mil hombres
en armas-, mientras los ciudadanos de Sagunto, que habían comenzado a
distribuirse por muchos puntos con el fin de hacer frente y defender todo, no
daban abasto. De modo que los arietes golpeaban ya las murallas y se habían
derruido muchos puntos de ellas; uno de ellos con sus continuos derrumbamientos
había dejado sin protección la ciudad, e inmediatamente después se habían
derrumbado tres torres con la parte de muralla que había entre ellas en medio
de un enorme estrépito. Los cartagineses creyeron que la ciudad estaba tomada
por aquella brecha, por donde ambos bandos se lanzaron a la lucha, como si la
muralla hubiera estado cubriendo por igual a unos y a otros.
Nada se parecía a las escaramuzas tumultuarias, como las que se suelen
entablar en los asedios de ciudades cuando uno de los bandos aprovecha la ocasión,
sino que se habían apostado ejércitos regulares, igual que en campo abierto,
entre las ruinas de la muralla y los edificios de la ciudad situados a poca
distancia. La esperanza levantaba la moral a un bando, la desesperación al
otro, pues los cartagineses creían que la ciudad estaba a punto de ser tomada a
poco que se esforzaran, en tanto que los saguntinos oponían sus cuerpos en
defensa de su patria desnuda de murallas sin retroceder un solo paso, para que
el enemigo no ocupara la posición dejada por ellos.
De modo que, cuanto más encarnizada y estrechamente luchaban ambos
bandos, mayor número de heridos caían sin que se malgastara ningún dardo en
el espacio que quedaba entre las armas y los cuerpos.
Los saguntinos tenían un dardo arrojadizo llamado falárica, el
asta era de madera de abeto y redonda excepto en el extremo por donde sobresalía
el hierro; a esta parte, cuadrada como en el pilum, la envolvían con estopa que
untaban de pez; el hierro, de otra parte, tenía una longitud de tres pies de
largo, de manera que era capaz de atravesar un cuerpo con su armadura. Pero,
aunque se quedara clavada en el escudo sin atravesar el cuerpo, lo que infundía
un gran miedo era el hecho de que obligaba a abandonar las armas y dejaba al
soldado indefenso para los golpes subsiguientes, puesto que el arma se lanzaba
encendida por el centro transportando un fuego que se multiplicaba por el efecto
mismo del movimiento. (Trad. de A. Ramírez de Verger y J. Fernández Valverde) |
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