Aracne (Metamorfosis, VI 1-145) |
|
La
Tritonia había escuchado gustosamente estos relatos y había elogiado tanto
los cantos de las Aónides como su justa cólera. Y entonces se dijo: «Poco es
alabar; que se me alabe a mí, y no permita yo que mi divinidad sea
despreciada impunemente.» Y dirige su atención al destino de la meonia Aracne,
de la que había oído que no se consideraba inferior a ella en los primores del
arte de la lana. No era Aracne ilustre por la posición ni prosapia de su
familia, pero sí por su arte. Su padre, el colofonio Idmón, teñía la
esponjosa lana con púrpura de la Focea; su madre había muerto, pero también
ella había sido una mujer del pueblo y semejante a su marido.
Aracne, sin embargo, se había ganado con su esfuerzo un nombre célebre
en las ciudades lidias, aunque, nacida en una casa humilde, en la humilde
Hipepas vivía. Para contemplar sus admirables trabajos muchas veces
abandonaron las Ninfas los viñedos de su Timolo, abandonaron sus aguas las
Ninfas del Pactolo. Y no sólo los
vestidos ya hechos, sino que también era agradable ver cómo los hacía (tanta elegancia tenía su trabajo), lo mismo si con la lana aún en bruto formaba
los primeros ovillos, que si entre los dedos oprimía el material y suavizaba
las vedijas, semejantes a neblinas, haciéndolas ir y venir en largos,
recorridos, y lo mismo si con el ligero pulgar hacia dar vueltas al torneado
huso, que si dibujaba con la aguja; bien se veía que Palas la había enseñado.
Y sin embargo, ella lo niega, y, disgustándole maestra tan excelsa,
dice: «Que compita conmigo. Si me
vence no me opondré a nada.» Palas
toma la figura de una vieja, se pone en las sienes falsas canas y sostiene además
con un bastón sus miembros inseguros. A
continuación empezó a hablar así: «No es despreciable todo lo que trae la edad avanzada; con los muchos años viene la
experiencia. No desdeñes mí consejo. Aspira tú a una gloria
que entre los mortales sea la máxima en el
trabajo de la lana; pero declárate inferior a la diosa y con palabras
suplicantes pide perdón, temeraria, por tus pretensiones. Si tú se lo pides, ella te otorgará su
perdón.» Aracne la mira
ferozmente, abandona las hebras empezadas, conteniendo apenas las manos y
manifestando en su semblante su cólera, contesta a la enmascarada Palas con estas
frases: «Privada de inteligencia vienes y agotada por larga vejez; mucho daña, en efecto,
vivir demasiado. Que oiga esas palabras tu
nuera, si la tienes, o, si no la tienes, tu hija. Suficiente
consejo tengo yo en mí misma, y no creas que has logrado nada con tus
advertencias: mi actitud
sigue siendo la misma. ¿Por qué no viene ella en persona? ¿Por que rehúsa
esta competición?»
Entonces dijo la diosa: «Ya ha venido», y apartó la figura de vieja y mostró a
Palas. Adoran su divinidad las
Ninfas y las mujeres migdónides: la joven Aracne es la única que no se
asusta. Pero aun así enrojeció y
un repentino rubor marcó a la fuerza su rostro y desapareció de nuevo, como
suele el cielo ponerse de color púrpura cuando la Aurora comienza a moverse, y
tras breve rato palidecer con la salida del sol. Ella persiste en su decisión y con ambición de una necia victoria se
precipita a su perdición. Pues no
rehúsa la hija de Júpiter ni le hace más advertencias ni aplaza ya la
competición. E inmediatamente colocan ambas en sitios distintos los dos telares y los tensan con fina urdimbre. La trama está sujeta al rodillo transversal, el peine separa unos de otros los hilos de la urdimbre, puntiagudas lanzaderas van haciendo pasar por medio la trama, que, desenvuelta por los dedos e introducida por entre los hilos de la urdimbre, es apisonada por los entallados dientes del peine contra el que golpea. Las dos se dan prisa, y con los vestidos recogidos junto al pecho mueven con destreza los brazos, y su ardor no les deja darse cuenta de la fatiga. Allí se tejen tanto la púrpura que ha conocido el caldero tirio, como los delicados matices que son apenas distintos, a la manera como suele el arco, que surge cuando la lluvia atraviesa los rayos del sol teñir con su inmensa curvatura un largo trecho de cielo; en el cual arco, aunque brillan mil colores diversos, la transición misma, sin embargo, escapa a la mirada inquisitiva; hasta ese punto es lo mismo lo que toca, y sin embargo los extremos están bien diferenciados. Allí también se incrusta en los hilos flexibles oro y se desarrolla en el tejido una antigua historia. Palas
borda en la ciudadela cecropia el peñasco de Marte y la vieja disputa sobre el
nombre del país. Doce
divinidades, con Júpiter en el centro, están sentadas con augusta majestad
en altos sitiales; el aspecto de cada uno de los dioses lo señala entre los demás;
la imagen de Júpiter es la propia del soberano. Palas hace que esté en pie el dios del piélago y que
golpee las duras rocas con su largo tridente, y hace que de la herida de la
roca, de su entraña, brote un mar, prenda con la que se propone ganarse la
ciudad. A sí misma se da un
escudo, se da una lanza de aguda punta, se da un casco en la cabeza, se protege
el pecho con la égida, y representa cómo la tierra, golpeada por la punta de
su lanza, hace surgir una criatura vegetal, un olivo que blanquea, provisto de
sus frutos, y cómo los dioses se admiran; una Victoria es el remate de la obra. Pero para que la rival de su gloria comprenda con
ejemplos cuál es el
premio que puede esperar por tan insano atrevimiento, en cuatro lugares añade
cuatro competiciones, bien visibles por sus colores, compuestas de pequeñas
figuras. Una de las esquinas tiene
a la tracia Ródope y al Hemo (montes helados ahora, cuerpos mortales en
otro tiempo), que se atribuyeron los nombres de los dioses supremos. Otro lugar tiene la desdichada suerte de la madre pigmea, a la que,
vencida en competición, obligó Juno a ser grulla y declarar la guerra La
Meónide dibujó a Europa engañada por la apariencia de toro: se
hubiera creído que era un verdadero toro, un mar verdadero. Europa parecía dirigir su mirada a la tierra que había dejado y llamar
a sus compañeras y temer el contacto del agua que saltaba junto a ella y
encoger los pies asustados. También hizo que Asterie estuviera sujeta por un águila que
luchaba, hizo que Leda estuviera acostada bajo las alas de un cisne; añadió
cómo, oculto bajo la apariencia de Sátiro, llenó Júpiter de prole gemela a
la bella Nicteide, cómo fue Anfitrión cuando se adueñó,
Tirintia, de ti, cómo siendo de oro engañó a Dánae, siendo fuego a la
Asópide, a Mnemósine como pastor, como moteada serpiente a la Deoide. También a ti, Neptuno,
transformado en fiero novillo, te colocó
junto a la doncella Eolia; tú, pareciendo el Enipeo engendras a los Aloídas,
y como carnero engañas a la Bisáltide; y como caballo te sufrió también
la de rubios cabellos, la madre bendita de las mieses, y te sufrió como volátil
la madre, con crines de serpientes, del volátil caballo, y como delfín te
sufrió Melanto. A todos éstos les asignó su propia figura, así como la
figura de cada región. Allí está,
campesino por su aspecto, Febo, y cómo unas veces llevó alas de gavilán y
otras lomo de león, cómo en figuras de pastor defraudó a la Macareide Ise, y
cómo Líber engañó a Erigone con falsas uvas, y cómo Saturno mediante un
cuerpo de caballo engendró al doble Quirón. La parte extrema de la
tela, circundada por una estrecha franja, tiene,
en el dibujo de su tejido, flores mezcladas con entrelazada hiedra. No
podría Palas, no podría la Envidia poner reparos a aquella obra; a la
varonil doncella rubia le dolió aquel éxito, y rompió aquellas ropas
bordadas que eran cargos contra los dioses; y, conforme tenía en la mano una
lanzadera procedente del monte de Citoro, golpeó tres o cuatro veces en la
frente a la ldmonia Aracne. No lo
resistió la infeliz y tuvo el coraje de atarse la (Trad. Antonio Ruiz de Elvira) |
|