LA EFECTIVIDAD DE LA EDUCACIÓN
COMO FACTOR DE CAMBIO AMBIENTAL
Javier Benayas del Álamo
Toda intervención educativa se realiza mediante el desarrollo de un proceso que se
diseña y ejecuta con vistas a alcanzar unos objetivos previamente definidos y aceptados.
Por tanto, lo primero que se ha de tener en cuenta al hablar de educación es que se
inicia con un juicio sobre una situación real y se acepta que es deseable otra situación
diferente. También se reconoce que dicha situación deseable no se podrá alcanzar a
menos que se intervenga para reconducir el proceso que ha dado lugar a la situación de
partida. Dicho de otro modo, en educación sólo se actúa cuando se detecta que, sin
dicha intervención, los acontecimientos sucederán de forma no deseable.
Si tomamos como referencia una de las primeras definiciones de EA (Seminario
Internacional de Educación Ambiental de Belgrado, 1975) se observa que los objetivos que
ésta pretende se basan en "Lograr que la población mundial tome conciencia sobre
el medio ambiente en el que vive y se interese por él y sus problemas y que adquiera los
conocimientos, aptitudes, actitudes, motivaciones y comportamientos necesarios para
trabajar individual y colectivamente en la búsqueda de soluciones a los problemas
actuales y para prevenir los que pudieran aparecer en lo sucesivo."
La EA parte de un juicio y una toma de postura concreta basada en la idea de que la
sociedad actual en la que vivimos se enfrenta a una serie de problemas o retos ambientales
que necesitan de una urgente intervención social. Las diferentes actuaciones educativas
que deseemos llevar a cabo en EA deben plantearse tomando como punto de partida el
análisis de esos problemas ambientales más próximos e inmediatos al individuo para que
éste se implique de forma directa en la solución de estos problemas. La única EA
efectiva será aquélla que logre reconducir el proceso que ha dado lugar a estas
degradaciones ambientales que disminuyen y alteran la calidad de vida o mejor dicho la
calidad ambiental de los ciudadanos. Ahora bien, es importante señalar que los distintos
colectivos sociales tienen modos diferentes de percibir y entender los problemas
ambientales y por lo tanto van a plantear alternativas distintas para solucionarlos. La EA
no va a tener el mismo peso y orientación en estas alternativas y va a desempeñar tareas
muy diferentes en función de los colectivos o instituciones que la promuevan (Calvo &
Franquesa, 1998).
Dado que las intervenciones educativas, son procesos lentos y progresivos que no
producen cambios inmediatos en los sujetos, no resulta fácil poner de manifiesto la
existencia de una cierta relación directa entre la mejora de ciertas condiciones
ambientales o la disminución de determinados problemas ecológicos y la realización de
una determinada intervención educativa. Por este motivo, la evaluación de los efectos
ambientales de nuestros programas de EA debería ser el referente de análisis prioritario
para valorar el éxito de nuestras actuaciones educativas. Es importante contar con
indicadores que nos permitan conocer si la realización de itinerarios ecológicos, las
estancias en aulas de la naturaleza, las implicaciones en campañas de participación
ciudadana o la inclusión de los temas ambientales en los programas escolares, por poner
sólo algunos ejemplos de intervenciones de EA, están consiguiendo reorientar la marcha
vertiginosa de la degradación ambiental a la que se enfrenta el medio en el que vivimos.
De lo contrario no podremos valorar si la orientación y métodos que estamos empleando en
nuestros programas de EA son los más apropiados o simplemente están cumpliendo una
función decorativa. Este planteamiento es la base de la principal línea de
investigación que mantiene el equipo de Educación Ambiental del Dpto. de Ecología de la
Universidad Autónoma de Madrid .
Llegados a este punto, debemos plantearnos si en estos momentos existen ya algunos
referentes o indicadores que nos aporten datos concretos sobre el éxito y las
posibilidades reales que tiene la opción educativa como un instrumento de cambio y mejora
ambiental.
A nivel global, los datos más concluyentes que se citan en la bibliografía se
refieren a la posible relación que existe entre el nivel de instrucción de la mujer y la
reducción de sus tasas de fertilidad. Según el informe elaborado recientemente por el
World Resources Institute (1996) basándose en bases estadísticas de la ONU y la UNESCO,
al comparar datos de cerca de cien países se aprecia cómo a medida que aumenta el nivel
de alfabetización de la mujer se produce un descenso significativo de la tasa de
fertilidad de éstas, al producirse una reducción del número de nacimientos no deseados.
Otros trabajos publicados por el Banco Mundial (Summers, 1993) también apuntan a que por
cada año de escolarización de la mujer, su índice de fertilidad tiende a reducirse en
un 10 por ciento.
Bifani (1997) en esta misma línea señala la existencia de una relación muy estrecha
entre el grado de escolaridad y la edad en la que la mujer tiene su primera maternidad.
Entre los ejemplos que comenta se cita el caso de Benin (en Africa Occidental), país en
el que se ha estimado que las mujeres que no han tenido acceso al sistema educativo
tienden a casarse a una edad promedio de 16,9 años, mientras que aquellas otras que pasan
por un periodo mínimo de formación de siete años se casan a una edad sensiblemente
superior de 24,1 años.
Las mujeres que han recibido una educación suelen tener más poder de decisión,
suelen casarse más tarde, desean tener familias más pequeñas, usan métodos
anticonceptivos y tienen menos hijos y más sanos (King & Hill, 1991). Parece, por
tanto, que la mejora de los niveles de educación de la mujer, principalmente en países
en vías de desarrollo, es una de las formas más eficaces de contribuir a la disminución
del crecimiento poblacional y por lo tanto de reducir la presión de la especie humana
sobre los recursos del planeta.
Resulta difícil establecer relaciones similares entre incremento en los niveles de
formación en relación con otros problemas o situaciones ambientales, principalmente
porque en la mayoría de las ocasiones suelen aparecer enmascaradas con factores diversos
de índole socio-económica. De tal forma que, el acceso a un mayor nivel de formación
suele llevar asociada la adquisición de un mayor nivel económico y de forma general se
esperaría que ello implicase un mayor compromiso con pautas de comportamiento más
ecológicas. Aunque algunos autores como por ejemplo Lansana (1992) detecta que los
ciudadanos de una comunidad de Nueva York con mayor nivel educativo tienden a mantener
comportamientos más propensos a reciclar basuras frente a los de menor formación, pero
no aprecia diferencias significativa en relación con el nivel de ingresos de estos
ciudadanos. Otros estudios ponen de manifiesto como los jóvenes de mayor nivel
socioeconómico tienden a preocuparse menos por ahorrar energía, reciclar papel o vidrio
o están menos dispuestos a renunciar al coche para disminuir la contaminación (Gómez
& Cervera, 1989).
A nivel más específico, los efectos ambientales de un programa de EA podrán ser
evaluados siempre que partan de problemas ambientales concretos próximos al individuo y
definan objetivos de comportamientos precisos dirigidos a conseguir mejoras ambientales
claramente definidas. Así por ejemplo es más factible evaluar la efectividad de un
programa educativo que pretende disminuir los comportamientos inadecuados de los turistas
hacia los delfines en un área concreta de la Bahía de Brisbane (Australia) que un
programa educativo genérico que pretende la conservación de los delfines. Orams (1998),
en este último trabajo pone de manifiesto que los turistas cambian de forma significativa
sus comportamientos una vez que se ha puesto en marcha un programa informativo sobre los
problemas y efectos que causan en los delfines los contactos directos de los bañistas en
una zona de playa.
También se han obtenido datos relevantes sobre el éxito de una determinada campaña
educativa cuando sus objetivos aparecen ligados a hábitos concretos de consumo, ahorro o
reciclaje de determinados recursos como agua, energía o principalmente residuos (Ham,
1983; Ostman & Parker, 1988; Hopper & Nielsen, 1991). El trabajo de estos últimos
autores pone de manifiesto cómo la realización de campañas informativas con diferentes
medios a los residentes son efectivas para incrementar su implicación en programas de
reciclado de residuos.
Otros ejemplos más cercanos se pueden encontrar en la reducción del consumo de agua
que han experimentado algunas ciudades españolas en los últimos años. Los madrileños
pasaron de consumir 590 hectómetros cúbicos en el año 1991 a 476 dos años más tarde
después de que el Canal de Isabel II se gastara más de 500 millones de pesetas en
campañas publicitarias. Es cierto que en esta ocasión la sequía y las noticias de
importantes restricciones al consumo en otras regiones también contribuyeron de forma
significativa a potenciar este comportamiento ahorrador. Pero es llamativo que cuatro
años más tarde el consumo se mantenga estabilizado por debajo de los 500 hectómetros
cúbicos. Más recientemente, en la ciudad de Zaragoza, el consumo doméstico se ha
reducido en un 5% (592 millones de litros) durante la primera mitad de 1997 desde la
puesta en marcha de la campaña "Zaragoza, ciudad ahorradora de agua" impulsada
por la Fundación Ecología y Desarrollo.
Ahora bien, no siempre es viable llevar a cabo estas evaluaciones ambientales de los
efectos de nuestras intervenciones. Normalmente la valoración del éxito o fracaso de las
acciones de EA suele llevarse a cabo de forma indirecta tomando como referencia los
posibles cambios que hayan podido producirse en las percepciones, conocimientos,
actitudes, valores o comportamientos -principalmente verbales- de los sujetos a los cuales
se dirige el programa. Leeming et al., (1993) han realizado un estudio recopilatorio para
valorar los resultados concretos obtenidos por 34 proyectos de investigación que
pretendían evaluar los avances conseguidos en algunas de estas variables por programas de
EA, tanto formales como no formales, dirigidos fundamentalmente a niños y jóvenes. De
forma global, estos estudios aprecian que, en 13 ocasiones, la evaluación llevada a cabo
ha detectado cambios significativos, en 6 programas el éxito es solamente parcial,
mientras en 9 ocasiones los resultados son negativos con respecto a alguna dimensión de
los sujetos y en los 6 restantes los resultados del trabajo son bastante dudosos.
Nuestro equipo también ha llevado a cabo la evaluación de los cambios inducidos en
las preferencias, conocimientos o actitudes de sujetos que participan en diferentes
programas educativos como: campamentos en los parques nacionales (Benayas, 1992), un ciclo
de conferencias (Benayas et al., 1990), curso de interpretación del paisaje (Benayas et
al., 1989), talleres con serpientes (Díaz, 1998), etc... Y podrían citarse bastantes
más estudios evaluativos sobre los efectos de programas de EA.
Muchos de estos estudios han conseguido demostrar que los programas de EA que se están
aplicando tienen ciertos efectos positivos momentáneos en los sujetos que se someten a
estas intervenciones. Pero como señala Leeming et al. (1993) bastante de los resultados
obtenidos a nivel de investigación deben ser tomados con bastante precaución dado los
problemas metodológicos que presentan sus diseños experimentales, los instrumentos de
evaluación empleados o el tratamiento de datos aplicado. Para poder ser optimistas sería
necesario llevar a cabo diseños de investigación más rigurosos que puedan incluso poner
de manifiesto la duración de los cambios inducidos. Para que la EA siga avanzando
necesita potenciar aún más la realización de trabajos de análisis e investigación
sobre sus prácticas. Investigaciones tanto a nivel cuantitativo como cualitativo.
También resulta de vital importancia potenciar el papel de investigador que puede
desempeñar el educador-monitor encargado de poner en práctica los programas de EA que se
diseñan.
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Javier Benayas del Álamo es
profesor del Departamento Interuniversitario de Ecología de la Universidad de Madrid |