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Vermeer

Mujeres que leen cartas, mujeres que hacen música, que pesan oro, que posan para un pintor, que conversan galantemente con caballeros; mujeres que escriben, tocan el laúd, se maquillan cuidan de los niños, hilan, hacen encaje de bolillos... Son temas habituales de la pintura holandesa del siglo XVII y son protagonistas de la mayor parte de las obras de Johannes Vermeer de Delft (1632‑1675), un artista de trabajo lento y minucioso que a lo que sabemos, pasó toda la vida en su ciudad natal, Delft, en los Países Bajos, una ciudad ocupada  recientemente en la cerámica y la industria textil, y en cuya iglesia se encontraba el monumento funerario de Guillermo de Orange héroe nacional en la lucha por la independencia de las Provincias Unidas.

La Pintura del norte había atendido siempre al retrato de las costumbres cotidianas; había representado a los campesinos y, sus fiestas, juegos y romerías, lugares de su existencia, bailes... Tras la pintura de aldeanos, en el siglo XVII es la clase media urbana la que centra el interés de los pintores. Sus reuniones, los interiores de sus casas, la indumentaria de damas y caballeros, la crítica de sus pequeños vicios eran los motivos preferidos del arte holandés de la primera mitad del siglo, cuando Vermeer, un calvinista convertido al catolicismo por motivo de su boda, es aceptado en la Cofradía de San Lucas de la ciudad (1653). Llegó a presidirla, pero su fama no alcanzó excesivo renombre, y en el siglo XVIII eran pocos los que se acordaban de sus obras, y aun éstas se confundían con las de otros pintores.

No pintó mucho, se cree que no más de 59 o 60 obras, quizá algunas menos, de las que se conservan 35. No alcanzaron mucho precio, y Vermeer se vio en dificultades para atender a su numerosa familia. Quizá por eso comerció con pinturas, como había hecho su padre, pero tampoco en este aspecto destacó demasiado. Posiblemente le ayudara su suegra, Maria Thins una católica de genio enérgico en cuya casa vivieron el pintor y la familia. Con todo, a su muerte, dejó algunas deudas entre ellas la del panadero: 726 florines; la viuda Catharina, entregó en pago dos obras del artista, pero no llegaron a cubrir el monto de la deuda: sólo valían 617 florines.

La que pudo ser tensión doméstica o económica no aparece en sus pinturas, tampoco hallamos rastro de eventuales tensiones políticas o religiosas. El arte de Vermeer parece: ajeno a tales sinsabores y aunque en sus temas es muy próximo a artistas como Gerard Ter Borch (1617‑1681), Gerard Dou (1613‑11671), Nicolaes Maes (1634‑1693), incluso al más importante de todos, Pieter de Hooch. (1629‑1684), que también vivió temporalmente en Delft, el efecto que nos producen sus pinturas es muy diferente.

La pintura de costumbres tiene el éxito asegurado en un público curioso que disfruta con la variedad de los tipos y los lugares, de los trajes, de las fisonomías y las acciones. Los pequeños detalles sacian su curiosidad, y las alusiones morales a la mujer que, por hacer música o beber, descuida sus obligaciones domésticas son celebradas por todos.. Los pintores lo saben y representan motivos que reflejan todas esas cosas: el mar embravecido de un paisaje que cuelga en la pared puede aludir a la emoción de la mujer que recibe una carta, el pájaro en la jaula con el que juega una pareja puede ser una referencia erótica; como las chinelas descuidadas en el suelo, ante la puerta, la copa de vino o la jarra sugieren más el vicio que la cortesía.

Lo sorprendente de Vermeer es que tales indicaciones, o bien desaparecen, o bien se hacen cada vez más herméticas. La Dama con dos caballeros (1659‑ 160), que nos mira sonriente sujetando una copa, tiene su contrapartida en el vidrio de la ventana entreabierta: el emblema de la templanza recuerda que la bebida no es propia de una dama. El mismo símbolo aparece en otra vidriera de un cuadro con asunto parecido, Dama bebiendo con un caballero (hacia 1660‑1661), y damas no menos sutiles de aludir moralmente se encuentran en Dama al virginal (1670‑1673) ‑el amorcillo que se reafirma en el cuadro, tras ella‑, Dama sentada al virginal (hacia 1675) ‑el cuadro con una escena de amor venal que se exhibe en la pared‑, Dama al virginal y caballero (La lección de música) ‑la inscripción del virginal‑, etcétera.

En todos estos casos sin embargo, tales motivos pueden ser habituales en escenas de la vida corriente; en otros, las referencias morales resultan mucho más complejas. Nada hay en el vidrio de Lectora en la ventana (hacia 1657) que nos permita averiguar de qué trata la carta, mucho menos hacer una reconvención moral; no sabemos qué pesa, si es que pesa algo, la Mujer con una balanza (hacia l664), y resulta difícil atribuir un sentido moral preciso a Mujer con aguamanil (1662‑1665).

En cualquier caso, nada tiene de particular hoy día que las mujeres hagan música, beban, escriban y lean cartas. Son actividades que, por sí mismas, carecen de sentido moral, o es ésta la enseñanza de Vermeer, si es que de tal cosa, enseñanza, puede hablarse. No es por esto por lo que sus pinturas nos seducen tan intensamente.

No somos capaces de desentrañar el estado emocional de estas mujeres: ¿en qué piensan la que lee, la que sujeta el aguamanil, la que pesa?, ¿cuál es la sensibilidad de la que hace música? ¿cuál la pasión de aquella que recibe una carta de amor, a la que atisbamos desde la oscuridad de otra habitación (en la que hay utensilios de limpieza). Ellas, distantes, en un espacio privado, en una actitud íntima están muy presentes, También lo estamos nosotros, los que miramos, fisgones. Por primera vez en la historia del arte, la pintura se resuelve en un juego de miradas; es mirada ella misma, miradas de individuos concretos protagonistas de un instante del tiempo que parece haberse detenido pero que con toda su plenitud, continuará después como ha discurrido antes.

En este punto es Vermeer por completo distinto de los restantes pintores de costumbres. La curiosidad suscitada no es por este o aquel detalle mas o menos pintoresco; es la curiosidad que surge ante la persona concreta, situada en un espacio de luz, con algún obstáculo ‑una silla, una mesa, un tapiz... que nos impide avanzar a la vez que acota el espacio; con una pared luminosa, de la misma materia, luz, que las telas, las maderas, la carne de los person1jers, la mirada de estas mujeres.

Nosotros somos ese pintor que, en El arte de la pintura (hacia 1666‑1668), de espaldas, elegantemente vestido ‑como seguramente ningún pintor estaba en su taller, pinta a una mujer que es alegoría de la Historia y de la Gloria, en una sala refinada, con un mapa en la pared y una mesa que contiene diversos utensilios propios del arte de la pintura ‑un libro, una máscara, telas‑; una lámpara antigua con el emblema de los Habsburgo cuelga del techo sin velas.

Nunca veremos el rostro de ese pintor, sólo podremos percibirlo en las imágenes que hay ante él, en ese lugar privado, ese lugar de luz. El rostro del pintor son las imágenes que pinta, el mundo que construye con su pintura, con su mirada, los individuos que en ella adquieren consistencia y, al hacerlo, la Historia, y la Gloria. Ese pintor anónimo es Vermeer, él quiere que seamos nosotros. Vermeer no nos cuenta cosas, nos dice que las miremos.

 Valeriano Bozal.‑ La mujeres de Vermeer.‑
El País Semanal. 9‑03 ‑03; Págs. 42‑50