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REMBRANDT VAN RIJK:
LOS SÍNDICOS DEL GREMIO DE LOS PAÑEROS.-

Los Síndicos del gremio de los pañeros es el último de los retratos de grupo pintados por Rembrandt. De derecha a izquierda, del personaje más joven al más viejo, una cadena o una escala de edades reúne y permite relacionar las figuras de ese pequeño grupo de burgueses como en equilibrio sobre el suelo muelle y resbaladizo del tiempo que pasa.

Pocas personas pueden mirar durante mucho tiempo, serenamente, Los Síndicos del gremio de los pañeros. 0, al menos, si se insiste, mirarlo sin sentir una turbación que se asemeja a un malestar. Dejémonos fascinar. Aceptemos el riesgo. ¿Qué vemos? Una sala de consejo rodeada de oscuros revestimientos. Está oblicuamente atravesada por un rayo de luz que ilumina extrañamente y hace vibrar como una brasa la caída del paño bajo la mano del personaje central y bajo el libro de cuentas que están hojeando. Atención: ese rayo de luz choca contra el borde de la madera que está tras el grupo y se prolonga en reflejos sobre la campana de la chimenea, justo lo bastante para que se pueda apreciar que hay un cuadro, una tela oscura puntuada de acentos rojizos (si nos informamos, logramos saber que se trata del Townhall de Amsterdam, destruido en un incendio algunos años antes. Curiosa referencia). Para decirlo todo debe añadirse que la luz subraya también en la parte izquierda el ángulo de la pared que cierra la estancia y, por debajo, la funda del sillón - tal vez presidencial - que se ve de perfil. En resumen, una impresión de espacio cerrado, trabajado de modo muy preciso por la luz.

Esta iluminación oblicua modela los rostros. Y se tiene, en principio, el deseo de demorarse sobre el cuidadoso modo de tratar cada rostro. Por cinco veces ese rostro algo ocre, algo dorado, aprisionado entre el cuello blanco - ¡qué hermoso y regular es el del centro! - y el sombrero negro, parecido a una tapadera. Por cinco veces sólo, pues el sexto, plantado detrás - y añadido, además, posteriormente - es un servidor, discreto, que no va cubierto. Dos están vueltos hacia la derecha, tres ligeramente vueltos y mirando hacia la izquierda. Todo es asimétrico e, incluso, algo trasversal; la mesa, por ejemplo, que se inclina hacia la izquierda. Y es que el grupo es un da sotto in su, de cierta profundidad. Y, de pronto, esta observación pone en relieve el aspecto extraño de la escena, como si la parte baja de un estrado estuviera ante los síndicos, como si existiera un plano inferior donde colocarse para verles y hacia el que, precisamente, algo sorprendidos, algo molestos pero endiabladamente graves, interrogativos, todos miran. Y en este nivel ligeramente más bajo, de donde parte el "punto de vista", el espectador, usted, yo, nos hallamos colocados por la lógica diabólica del cuadro, bajo la mirada de los síndicos. Nos domina. Nos mantiene prisioneros ante ese tribunal de contables.

        En verdad hay centenares de cuadros de grupo holandeses donde los oficiales, los regentes, los bebedores... miran al objetivo, es decir al pintor. Pero Rembrandt se las compuso aquí para que el espectador quede comprometido con él. Por lo tanto debemos desprendernos de este haz de pupilas que nos miran y el mejor modo de contraatacar es analizar estas figuras inmovilizadas por la pintura. Sólo gestos distintos: a la derecha, el hombre de redondas mejillas levanta su guante: ¿quiere marcharse? Entonces, el hombre que se levanta del sillón, al otro extremo, estaría dando la señal de la partida. El que está algo retirado, detrás de él, el más triste, no parece moverse, ni los dos mocetones del centro, el uno con el libro bien abierto por una página determinada y el otro, muy didáctico, con la mano derecha posándose, levantando el pulgar, sobre la mesa, en un clásico gesto de explicación. Pero entonces, su vecino estaría más bien sentándose, apoyándose con la mano izquierda en la mesa que rojea ante él. Tal vez. Descubrimos que no están completamente de acuerdo entre sí. No es la primera vez que un pintor, demasiado preocupado por hacerlo bien, por lograr una buena caracterización de los rasgos particulares, nos pone en un brete: los signos son reversibles, el cuadro no tiene la univocidad del discurso. Pero, bruscamente, el espectáculo se altera, la "lectura" se invierte. Una evidencia recorre la composición, reúne en un nudo final todas estas figuras y hace vibrar en nosotros, como un estremecimiento, el tormento de la caducidad, de la vida que pasa. Dóciles e inconscientes, esos síndicos miran al pintor que denuncia, dulcemente, su naturaleza mortal y su precariedad. El más viejo, con su toca apareciendo bajo el sombrero, es el buen hombre que se mantiene algo al margen, a la izquierda. A la derecha, en el otro extremo, el más joven, el hombre de rostro redondo, dotado de una hermosa cabellera rubia. Entre ambos polos, tensa como el hilo sonoro de una música dolorosa, resuena en tres tiempos la cadena del envejecimiento. El drama de la edad se intensifica como un juego de naipes, de derecha a izquierda.

        Y, al fondo, el cuadro emblemático del desastre, juiciosamente colocado allí donde nadie mira, entra sordamente en la composición cuya clave proporciona. ¿Cómo no pensar en la anamorfosis del cráneo que Holbein se permitió introducir en el retrato de los dos embajadores? ¿Cómo dudar de que Rembrandt haya proyectado aquí, a través de estos buenos funcionarios tan serios, su lacerante sentimiento de la vida? Cuadro conmovedor, pero sin nada de lúgubre o de siniestro. El espacio está cerrado y podría resultar asfixiante, pero está este rayo de luz que hace flamear el paño, suscitando reflejos, brillos a través de toda la composición. Y entonces ocurre otra cosa todavía. Lo que había conocido el viejo Tiziano del que Rembrandt era un admirador. El pintor está cansado; ha cumplido con su deber pintando esta obra equilibrada y sapiente, por la que le felicitarán a través de los siglos. Pero ha mezclado en esta descripción - original y correcta - de los personajes, una intuición singular, una especie de grito sordo que va a desplegarse sin reservas durante los años que le quedan de vida, bosquejando en el oro y la púrpura los vestidos y los atavíos. Es el extraño júbilo, feliz y desesperado a la vez, que se apodera del artista ante el desastre y le permite seguir glorificando aquello en lo que ya no participa. Entonces, las lágrimas os suben a los ojos. Comprendéis que el pintor os ha tomado a parte, ante esa galería de hombres de bien destinados a caer uno tras otro, para celebrar intrépidamente, a su modo, la angustia y la tragedia de la vida.

André Chastel en F.M.R. nº 4; 1990. Págs.  17-20

Rembrandt van Rijk: Los síndicos del gremio de los pañeros. 1662
Amsterdam; Rijksmuseum.