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ROCOCÓ:   TERMINOLOGÍA  Y  VALORACIÓN

             A diferencia del termino "Barroco" la palabra "Rococó", no ofrece dudas acerca de su significado. Como los nombres de tantos otros estilos contemporáneos, es en su origen un calificativo de intención caricaturesca y despectiva, que deriva del sustantivo rocaille, rocalla, elemento principal de la decoración dieciochesca. Muchas veces se le ha dado un sentido equivocado, lo que dificulta su comprensión. Su valoración como estilo ha estado sujeta a errores de apreciación al ser definido como punto final de la evolución del Barroco. En primer lugar, es obvio que la historiografía del arte ha procurado estudiar y analizar las pervivencias y coexistencias de maneras artísticas que conviven a lo largo del siglo XVIII -sobre todo en sus primeros dos tercios- con el llamado estilo Rococó. En segundo lugar, las nuevas metodologías artísticas -la sociología en mayor medida- han permitido entenderlo como estilo independiente, a la vez que universal. Llega aún a aparecer como opuesto al Barroco, como una carga de profundidad que lo dinamita y aniquila. Podríamos calificarlo como un Manierismo del siglo XVIII que cuestiona y disuelve en la nada los valores superiores de las cortes europeas del siglo anterior y de los residuos de los mismos que aún perduran. (...)

Desde el punto de vista sociológico, Hauser define y valora el Rococó como cambio en la concepción del arte: “se hace más humano, más accesible, con menos pretensiones; ya no es para semidioses y superhombres, sino para comunes mortales, para criaturas débiles, sensuales, sibaritas; ya no expresa la grandeza y el poder, sino la belleza y la gracia de la vida, y ya no quiere imponer respeto y subyugar, sino encantar y agradar”.

El porqué del arte, su contextualización en el tiempo, en el espacio, en la cultura, es condición sine qua non para entender un determinado estilo. El valorar sus cualidades únicamente a partir de sus expresiones plásticas o del gusto de una determinada época o escuela estética, lleva a afirmaciones por la negativa, tales como la de Sthendal, que define el Rococó como “aquel término, un poco vulgar, de que uno se vale en los estudios artísticos para designar un estilo de ornamentación caracterizado por las fachadas erizadas, por los frontones curvos y rotos, por la profusión de adornos insignificantes”. Algo semejante ocurre con la opinión de Francesco Milizia en su Diccionario de las Bellas Artes -publicado en 1797-, referida al Barroco, pero transportable al Rococó “superlativo de lo extravagante, el exceso de lo ridículo”. La descontextualización ha llevado a una estimación negativa del Rococó. La identidad entre lo artístico y lo bello, defendida en el siglo XVIII, fue cuestionada por la Ilustración, que afirmaba que el cometido del arte era “ensalzar la virtud y denigrar el vicio”. El arte por el arte, que un cierto romanticismo decimonónico volvería a defender, es entonces sinónimo de una cultura refinada, símbolo de felicidad y libertad. Quizá, cabría añadir, de un cierto libertinismo que contrapone lo bellum a lo pulchrum, la sensación a la razón, lo considerado inferior a lo superior, lo íntimo a lo solemne, lo individual a lo académico. Pero este arte está íntimamente ligado a la sociedad que lo alienta y consume; sociedad frívola, cansada y pasiva, que quiere encontrar en las formas artísticas su descanso y su ocio.

La significación individual del arte ha sido destacada a partir del siglo XIX. Los hermanos Goncourt, ... reconocieron por primera vez sus valores estilísticos intrínsecos. Estudiosos como Kimball, Sedlmayr y Baver, y la recuperación de los llamados artistas del Rococó, han redescubierto este periodo lleno de contradicciones pero, a la vez, rico y sugerente. El llamado “estilo de época” está presente aún en la diversidad de sus manifestaciones. El Rococó es en esencia el germen del llamado arte burgués, que alcanzará en el Neoclasicismo y a lo largo del siglo XIX, sus manifestaciones más preclaras. Es el resultado de un periodo de crisis y antagonismos sociales, y, a la vez, prepara el paso del Barroco cortesano al Neoclasicismo revolucionario y burgués. 

Juan Ramón Triadó.- Las claves del arte Rococó; 
Ed. Arín. Barcelona 1986. págs. 3-5

 

ROCOCÓ:   GEOGRAFÍA  Y  CRONOLOGÍA

             Los modelos que hacen posible el arte del siglo XVIII son tres. A nivel civil, París se convierte en paradigma de la arquitectura palaciega y, por extensión. del arte áulico. Roma y Turín proporcionan un lenguaje artístico al todavía vigente poder religioso. El arte propiamente Rococó tiene múltiples focos, cada uno de ellos con invariantes que lo singulariza. Las vías de penetración siguen siendo las mismas que en siglos anteriores: Roma y París son visitadas por artistas centroeuropeos que hacen suya la lección de los grandes maestros del siglo XVII. Paradójicamente, ninguna de las ciudades citadas desarrollara con intensidad el nuevo estilo en su vertiente arquitectónica. Roma sólo ofrecerá ejemplos puntuales, mientras París se lanzará a un arte decorativista de pequeñas construcciones. El relevo lo tomara la Europa central  -Franconia, Westfalia, Hesse, Baviera, Prusia, Austria, Bohemia- y más tarde a Europa del Norte -Copenhague, Estocolmo y San Petersburgo . España y Portugal recibirán la doble influencia francesa y alemana, mientras Inglaterra desarrollara un arte muy personal, no sin influencias francesas.

El Rococó tiene en Francia y en Alemania sus focos más importantes. Mientras en Francia el estilo se limitaba, en el nivel arquitectónico, a residencias señoriales, en Alemania definía en forma casi exclusiva la arquitectura monumental civil y religiosa en las diferentes zonas en que se dividía el vasto territorio: Franconia, Westfalia, Hesse, Baviera, Prusia, Austria, Bohemia. Es obvio que, strictu sensu, el Rococó define los interiores y ( hace caso omiso de las estructuras, es decir, lo decorativo priva sobre la organización del espacio. Así, un arte añadido y ornamental es la manera característica de la primera mitad del siglo XVIII. Pero hemos de diferenciar entre continente y contenido. En cuanto al contenido, definimos el Rococó como un estilo común a un gusto íntimo propio de las monarquías europeas de clara influencia francesa: España, Prusia, Rusia. En toda Europa se hablaba francés, se seguía la moda francesa, y la cultura artística e intelectual era francesa. El francés sustituyó al latín, convirtiéndose en lengua diplomática, científica, literaria y social. También en Copenhague, Estocolmo, Dresde, Munich, Lisboa, Londres, etc., la corte y los cortesanos eran devotos de la influencia francesa. Había una unidad en la manera de vivir y de pensar. Sin embargo las estructuras eran clásicas. Así, en Francia perduraba el Academicismo seiscentista; en Italia, Juvara definía un monumentalismo más barroco que rococó; en Alemania, Austria y Checoslovaquia, la lección de Borromini, Bernini y Guarini era llevada a los límites del Barroco; en España, la nueva dinastía borbónica resumía la disyuntiva entre estructura exterior monumental e interior intimista; en Rusia, un cierto clasicismo se descomponía en mil y un detalles de gusto refinado... En fin, el Barroco tardío continuaba con fuerza en los conjuntos, tan sólo roto en la individualidad interna de las decoraciones y por la singularidad de pabellones y ornatos externos.

Este cúmulo de circunstancias dificulta la posibilidad de una cronología estricta referida al Rococó. En este momento coexisten diferentes maneras artísticas: el Barroco tardío, el Rococó, el Academicismo, un cierto Realismo y el primer Neoclasicismo. Delimitar en el tiempo y en el espacio todas estas tendencias es tarea imposible. Quizás fuese mejor decir que es una empresa sin sentido. Nos estamos refiriendo a un periodo de crisis y transición que conlleva una diversidad estilística muy acentuada, a pesar de que un estudio profundo nos muestra más los puntos de contacto que las divergencias.

El objeto de este estudio es el arte que se desarrolló en Europa entre 1700 y 1789. La Revolución Francesa introdujo un cambio artístico que ya se estaba gestando en Europa desde que Winckelmann escribiera su obra ... y David pintara su Juramento de los Horacios (1785). Sin embargo, lo que podríamos denominar arte residual abarca casi todo el siglo XVIII, y a él nos referimos en última instancia.

 Juan Ramón Triadó.- Las claves del arte Rococó;
Ed. Arín. Barcelona 1986. págs. 6-8
 

 

ROCOCÓ:  EL  ARTISTA  Y  LA  SOCIEDAD

Definíamos el arte barroco como la manifestación de un poder establecido y a menudo absoluto; el Rococó es el arte de la aristocracia y de la alta burguesía. Esta afirmación conlleva la exclusión de la Iglesia como comitente de las obras referidas a este periodo, aunque sería falso hacer caso omiso de lo religioso al referimos al arte setecentista. Lo religioso, más que existir, coexistía con las tendencias artísticas del momento.

Una cierta dinámica hizo que las grandes obras religiosas se realizarían en un momento en el que el laicismo era practica común; en un momento en que lo civil privaba sobre lo religioso. No es raro constatar que las grandes obras religiosas están dentro de conjunto civiles –Wurzburg, por ejemplo- o aisladas en monasterios o centros de peregrinación. Los casos aislados –sobre todo en la Europa central y oriental- son excepciones que confirman la regla.

Nos encontramos en un periodo de contradicciones en que la burguesía se apodera paulatinamente de las manifestaciones artísticas. Así, artista y cliente pertenecen a una misma clase social. Ya no podemos hablar sólo de comitente; hay que contar con el coleccionista. El artista se independiza, aunque aparece una nueva relación entre éste –poulain- (pupilo) y el vendedor –marchand- (marchante). El comercio artístico sustituye a la pintura por encargo real; los vendedores de cuadros, a los mecenas. Se potencian las subastas como forma de venta. La ciudad sustituye a la corte. El artista ya no depende del rey, sino del “amateur”. Watteau es un claro ejemplo: los coleccionistas Juliene y Crozat, el arqueólogo aficionado Caylus y el comerciante de arte Cersaint fueron sus más fieles seguidores. Otros pintores, como Boucher, diversificaron su clientela entre la aristocracia y la nueva burguesía adinerada. Se podría hablar de los parvenus como clase social ávida de arte. Arte que justificaría su nueva condición, avalándola.

Pero nos engañaríamos si redujésemos el arte de este periodo a la burguesía y a la aristocracia. Las monarquías europeas aceptaron este arte más intimista que las desligaba de las cortes áulicas de periodos pretéritos. La ruptura con el aparato cultural se definió durante la Regencia. La frivolidad, el sensualismo y el hedonismo son puntos referenciales del periodo de Felipe de Orleans (1715-1723), quien destruyó el mundo cerrado del absolutismo, confiriéndole un carácter humano. A partir de él, los valores inmanentes a la monarquía ya no fueron iguales. La burguesía había ganado. La religión había perdido. Es sintomática la frase de Talleyrand: “Quien no ha vivido antes de 1789 no conoce la dulzura de la vida.” Esta dulzura de la vida se refiere a la dulzura de las mujeres. El amor ya no es dramático apasionamiento, sino divertimento, sana costumbre. Y el arte lo refleja.

El artista se siente libre y, sonando lo imposible, lo hace realidad plástica; transforma la razón en ilusión; lo material en etéreo.

La religión luchaba contra la ortodoxia contrarreformista. Se respiraban aires de libertad. Los jesuitas eran expulsados de las cortes europeas a la vez que Clemente XIV suprimía su Compañía en 1773. La secularización de los bienes eclesiásticos no tenía obstáculos. Aparecieron corrientes moralizadoras y espiritualistas como las de los Iluminados, los Rosacruces y los Francmasones. Frente a la rígida normativa apareció la tolerancia, reconocida como una exigencia moral.

Es éste el conjunto social en que se desarrollará el arte de este periodo, en el que la palabra libertad tendrá un amplio sentido.

 

            Introducción a las tipologías

Consideramos el arte del periodo que nos ocupa con conciencia de que existe una dualidad antagónica, y fruto de la ya citada diversidad en la unidad. Los binomios tradición/libertad, formalismo/espontaneidad, y ornamentalismo/expresión son constantes del arte de los dos primeros tercios del siglo XVIII. La fuerza del Barroco, que conlleva una normativa formal y conceptual, a veces olvidada, resiste con fuerza el carácter desintegrador del nuevo estilo, y aparece y desaparece a lo largo de la época con carácter intermitente.

Algunos de los aspectos característicos del Seiscientos se potencian de tal manera que, para el lector profano, aparecen como propios de este tiempo. Así, las manifestaciones lúdicas, festivas o neurológicas que tienen carácter efímero, se desarrollaran de manera constante. Lo teatral se nos aparecerá como característica intrínseca del Rococó, aunque, como hemos visto en el volumen dedicado al Barroco, tenga su punto de partida en el siglo anterior.

El siglo XVIII muestra, a través de lo festivo, el apogeo de la vida de las diferentes cortes. Desde las conmemoraciones de proclamaciones regias, bodas, óbitos, hasta las mascaradas o fiestas populares, a las que hay que sumar las de carácter religioso, esta centuria fue rica en tales manifestaciones. La plástica se convirtió en notario de estas celebraciones a través de la pintura y el grabado. A su vez, la arquitectura se convirtió en escenario teatral para recibir la fiesta o escenificarla. Si el Barroco no se podía comprender como una suma de individualidades tipológicas, el Rococó comparte esta inclinación al arte total. Los programas artísticos conllevan un marco arquitectónico idóneo. Así, el programa del padre Sarmiento para el Palacio Real de Madrid presupone la existencia de éste. Las esculturas que coronan su estructura, así como las pinturas de Tiépolo se integran en un todo que busca la unidad. Sin embargo, el gusto por lo íntimo lleva aparejada una cierta individualización. Lo aislado es preferido por una sociedad hedonista. El palacio es un símbolo; sus habitaciones, lugar de placer. La Iglesia es un paradigma; su interior, festivo. La gran arquitectura deja paso a los hôtels y las petites maisons; los grandes salones a la intimidad y gracia de los cabinets y los boudoirs. Y estos recintos se llenan de retratos poco pomposos y solemnes, de los llamados petits genres, de bocetos y de escenas sensuales de la llamada peinture des seins et des culs, de escenas pastoriles y de la comedia, y de grupos de porcelana, jarrones y mil y un ornatos.

Pero este mundo no es uniforme. Frente a la frivolidad, aparece un arte realista, íntimo, crítico y de buen gusto, que tiene en Chardin, Hogarth, y algunas obras de Fragonard sus máximos valedores.

            Pero el llamado arte rococó, que coexiste con un arte más burgués, es decir, más conservador, es audaz, fantástico, exótico, pintoresco, afeminado, exuberante, gracioso, elegante, refinado, alegre, lúdico y exquisito.

En ningún otro momento de la Historia del Arte podríamos encontrar una mayor interacción entre los diferentes elementos y topologías artísticas. Los muebles, los objetos de plata y de porcelana, las esculturas, las vajillas, la decoración pictórica... todo ello tiene un aire de familia. Son claramente identificables con una determinada época. No olvidemos que esta uniformidad se empieza a gestar en Francia en la época de Luis XIV, gracias a los dictados de la Academia y de la manufactura de los Gobelinos. Así, no es raro que se hable de estilo Luis XIV, así como en el siglo XVIII de estilos Regencia y Luis XV; incluso la favorita del rey da nombre a un estilo: Pompadour.

El arte de la época Rococó ha de ser comprendido en su conjunto. Para estudiarlo y analizarlo hemos de recrear los ambientes, imaginarlos como lugares en que se vive, en que se pasea, en que se ama. Es un arte humano y refinado donde el papel de la mujer se deja notar.

  Juan Ramón Triadó.- Las claves del arte Rococó;
Ed. Arín. Barcelona 1986. págs. 12-14