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bizancio, ciudad imperial.-

 La visión de Constantinopla era imponente. El viajero que llegaba por mar veía un horizonte dominado por las cúpulas de las iglesias. Por encima de todas ellas, en el promontorio que constituye la espina dorsal de Bizancio, se elevaba Santa Sofía. (...) Ya en el siglo VI, el escritor Evagrio la describió como “gran obra incomparable, cuya belleza excelsa supera toda posible descripción”.

Las magnas construcciones próximas a Santa Sofía se tratan del vasto palacio de los emperadores ... Es tan grande como una ciudad que se extiende en una serie de terrazas, galerías y patios hasta el borde del mar.

… Al otro lado del Cuerno de Oro están las fortificaciones que vigilan la entrada de los barcos. Lo más elevado es la torre de Atanasio. Y más abajo, en los muelles, puede tenderse una cadena para impedir la entrada de los barcos enemigos a través de la boca del Cuerno de Oro.

… En el horizonte se divisaban: la costa de Asia a la derecha, la gran hilera de murallas, que según él continuaba al otro lado de la ciudad, y los principales monumentos que se erguían en diferentes lugares. (...)

Se entraba en la ciudad por una de las puertas principales y, a lo largo de uno de los ejes que iban al gran palacio, una amplia calzada romana que convergía con otras en una espaciosa plaza con soportales, estaba el foro Bovi, de donde partía el Cardo máximo que atravesaba el foro Taun y el de Constantino y, finalmente, el Augusteon; para terminar frente al hipódromo, con la catedral de Santa Sofía a un lado y el gran palacio al otro.

El gentío de las calles era el reflejo de lo que Constantinopla había llegado a ser como capital de un gran imperio, en la principal ruta comercial entre Europa y Asia, y en el punto más estrecho del canal que unía el mar Negro con el Mediterráneo. Ese ambiente estaba escrito en cada esquina y ca-da plaza: árabes, sirios, asiáticos, búlgaros, siberianos, romanos, eslavos, normandos; todas las razas, todas las lenguas y todas las culturas se entremezclaban allí en un colorido y múltiple bullicio que se había lanzado a tomar la ciudad desde las primeras horas de la mañana, convirtiéndola en un caos donde se hacía eterno intentar llegar a cualquier sitio. (...)

Por fin, se llegaba frente al arco de Milion que daba paso a una gran explanada, que se extendía entre la catedral de Santa Sofía y la gran Puerta de Bronce que servía de entrada junto a los inmensos cuarteles de la guardia imperial. (...)

Bizancio era una sociedad rica, y también educada, aunque sólo una minoría gozaba de los lujos materiales y del legado intelectual que la hacían famosa. La vida social y política se centraba en la capital, en el conjunto de edificios conocido como el gran palacio. Junto a la puerta de la magnífica catedral de Santa Sofía se celebraban los encuentros cotidianos de los altos personajes, los legados de los reinos y los miembros de la corte. No podía entenderse el movimiento y el or­den de aquella brillante sociedad si no era en torno a la fe cristiana y los edificios y obras de arte relacionados con ella. El. palacio, las habitaciones, las salas de recepción, los puestos de guardia y los patios abiertos se alternaban con iglesias grandes y pequeñas; todas revestidas de espléndidos mosaicos y de luminosas pinturas que representaban escenas de la vida de Cristo, la Virgen o los santos. Y el número de iglesias y fundaciones religiosas en la ciudad era enorme. En la mayor parte de ellas se conservaban reliquias de gran significación religiosa, por lo general encerradas en relicarios de marfil, oro, plata, esmalte o piedras preciosas; mientras que la elaborada decoración a base de mármoles, mosaicos y pinturas formaba también parte de la gran profusión de elementos hermosos del culto, que junto con los vasos y vajillas de materiales preciosos le valió a toda esta concepción de la fe el calificativo de suntuosa.

(...) En los bazares se amontonaban los mercaderes y comerciantes, visitantes de todas las razas y mendigos. Los forasteros, tales como los rhos, tenían sus propios barrios, y sus actividades y privilegios estaban cuidadosamente regulados por un convenio que hacían con los gobernantes. Bajaban desde Rusia por las rutas fluviales y compraban armiño, martas y otras pieles, así como esclavos, miel y cera. Del comercio oriental, especialmente con los árabes, provenían los perfumes, especias, marfil y más esclavos. Los comerciantes locales y los artesanos de la ciudad, tales como panaderos o mercaderes de seda cruda, pescadores y perfumistas, se organizaban por calles, en las cuales predominaban los olores de sus productos y las peculiares formas de disponerlos en sus expositores.

 (...) Cuando pasaba delante de las innumerables iglesias, le llegaba ya desde la puerta el aroma del incienso mezclado con el humo de las velas que se amontonaban en los lampadarios. Entraba y se deleitaba contemplando los iconostasios con sus escenas maravillosamente pintadas en las paredes y en los techos: el Señor vestido con elegantes túnicas llenas de pliegues ampulosos, la Virgen con el niño como si fuera una emperatriz, los santos apóstoles dignificados en sus vestimentas como si fueran miembros de un senado, los mártires con los símbolos de su pasión... Los sacerdotes y los monjes celebraban la liturgia revestidos con brillantes y coloridas vestimentas, y lucían grandes barbas sobre el pecho que les conferían dignidad y un aspecto grave y respetuoso. (...)

Verdaderamente, el Imperio de Oriente era absolutamente distinto de su homólogo occidental. (...). Los movimientos de la corte, la forma de entender la vida, las costumbres, la liturgia, el derecho, todo era absolutamente diferente. (...)

 Jesús Sánchez Adalid.- El Mozárabe.
Ediciones B. Barcelona 2001. Págs. 426-7 y 435-7