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iconoclastismo bizantino.-

  … Las raíces de la voluntad específica de acallar las imágenes se remontan a los filósofos iconoclastas del siglo VIII.

El recelo judío ante las representaciones de seres vivos fue heredado por los primeros cristianos, que pese a ello continuaron la tradición romana de decorar las catacumbas y los templos con imágenes religiosas.

A finales del siglo III, el sínodo de Elvira hizo explícita la prohibición de introducir imágenes en las iglesias, “no sea que se pinte en las paredes lo que se adora y se venera”. En lugar de mostrar a Cristo como imagen de Sí mismo, el Hijo de Dios solía ser repre­sentado como un pastor, y Dios Padre como una mano sin cuerpo que bajaba del cielo.

Hacia el siglo VI, sin embargo, la prohibición del sínodo había caído en el olvido y las imáge­nes de Jesucristo y sus santos proliferaron a lo largo y ancho de la cristiandad. Caída en el olvido, más no extinta: la prohibición volvió a aflorar dos siglos más tarde, cuando el emperador León III de Bizancio ordenó la destrucción de una popular imagen de Cristo que ornaba la puerta de la Calce y desató con ello una cruenta revuelta. Pero fue el sucesor de León, Constantino Y, el encargado de hacer cumplir con todo rigor los mandatos iconoclastas. Los teólogos de Constantino, cuyos argumentos se basaban en el segundo mandamiento, que prohibía hacer esculturas e imágenes, concluyeron que toda representación de Jesucristo como figura humana era herejía. Sostenían que, como Dios no puede limitarse, un icono de Cristo implicaba que su naturaleza humana se puede separar de la divina, o, peor aún, negaba su naturaleza divina al mostrarlo tan sólo como hombre. Del otro lado de la discusión y en defensa de las representaciones pictóricas, los iconófilos explicaban que los mandamientos iban dirigidos a los judíos, no a los cristianos redimidos, y que la Encarnación resolvía el problema de la separación entre Cristo dios y Cristo hombre, puesto que ahora podía ser representado correctamente bajo su efigie humana. Pero los iconoclastas se mostraban inflexibles: la divinidad no se podía representar en forma material. Dios y sus santos, y la manifestación de Dios en el mundo, en la infinidad de sus criaturas, tenían una sola identidad, la suya propia, y no podían ser copiados en pintura ni en madera ni en piedra. Para aquellos guardianes de la fe, el conocimiento divi­no debía llevarse como una imagen en el corazón, sin degradarlo en la representación externa. En otras palabras, Dios y su mundo eran inefables, fuera de todo alcance del artificio humano, y cualquier intento de representarlos era un acto que denotaba arrogancia e ignorancia a partes iguales.

 Alberto Manguel.- Leer imágenes.- Alianza Ed.  Madrid 2002. Págs. 46-47.