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ARTE BIZANTINO. ICONOGRAFÍA: TEMAS Y SITUACIÓN.-

             La larga crisis Iconoclasta tuvo al menos una consecuencia positiva para la evolución de la decoración bizantina, y es que hizo tomar conciencia a la Iglesia del importante papel que desempeñaba la imagen en la propagación y consolidación de la ortodoxia. A lo largo de los difíciles decenios que conoció el estamento eclesiástico, espíritus selectos como San Juan Damasceno, Teodoro Studita o el patriarca Nicéforo buscaron una justificación del culto de los iconos apoyándose en la doctrina cristiana y, en ciertos aspectos de la filosofía platónica, poseedor de dos naturalezas (la divina y la humana), el Cristo era representable en cuanto que encarnado; una parcela de la esencia o de la energía divina estaba presente en la imagen material, pues la imagen de lo divino está contenida en lo divino, del mismo modo que la sombra supone lo que la proyecta o la impresión de un sello supone la superficie en relieve que la produce. Al representar los rasgos de un personaje sagrado, por lo tanto, no se estaba realizando en modo alguno una obra de arte, sino que era un acto piadoso que ponía al artista en con tacto con las «energías» que emanaban del ser representado. Más inestable en la época justiniana, el programa de las iglesias se estabiliza una vez concluida la crisis iconoclasta. La encontramos en ese programa una imagen hierática, solemne y triunfal de la omnipotencia divina - el Pantocrátor - situada en la cúpula; en el cascarón del ábside aparece la Virgen, instrumento de la Encarnación y de la Salvación. Con mucha frecuencia tanto el Pantocrátor como María están rodeados de ángeles. En muros y pilares aparecen los patriarcas del Antiguo Testamento, los profetas, apóstoles, mártires y otros santos, poniendo así en relación la esfera celestial (cúpula, ábside) con la esfera terrenal (registros inferiores de la decoración). Simbolizan también estas figuras a la Iglesia, De esta manera, el edificio del culto ofrece al fiel que asiste al oficio litúrgico un resumen sucinto, pero evidente, de la historia de la salvación y del orden que define el universo cristiano, un orden que tiene en la iglesia un modelo a pequeña escala. El programa se completa por medio de imágenes que ilustran la historia de a Encarnación, que renueva místicamente cada liturgia a través de los sacramentos. Se escogen los acontecimientos evangélicos más destacados.

            Este ciclo, llamado de las Grandes Festividades, comprende la Anunciación, la Natividad, la Presentación de Jesús en el Templo, el Bautismo, la Transfiguración, la Resurrección de Lázaro, la Entrada en Jerusalén, las Santas Mujeres en el Sepulcro, el Descenso de Cristo al Limbo, el Pentecostés, la Ascensión y, a partir del siglo XI, la Dormición o Transito de la Madre de Dios, inspirada en los apócrifos. A1 principio se añade a este ciclo la Crucifixión (que más tarde formara parte del ciclo de la Pasión), y las representaciones se sitúan en los lunetos o en las bóvedas.

            Los siglos XI y XII traen consigo otras innovaciones. Por ejemplo, aparece a Comunión de los Apóstoles, bien en dos escenas sobre las paredes laterales del ábside (o bema, bien según la fórmula que triunfará en el futuro, en un largo friso sobre el cascarón del ábside. Versión litúrgica de la Santa Cena, esta imagen es el reflejo de una especulación teológica. En efecto, la doctrina ortodoxa afirmaba que la liturgia celebrada sobre la tierra no era sino una imitación de la celebrada por Cristo en el cielo. La Anunciación ocupa un lugar privilegiado en el arco triunfal o en los pilares del lado este.

            En esta época se hacen frecuentes otras dos imágenes cargadas de valores simbólicos. La Hetimasía muestra un trono vacío con el Evangelio sobre el asiento, y es una sugerencia de la Segunda Venida. A veces se añaden la cruz y los instrumentos de la Pasión - como recuerdo de la Crucifixión -, o incluso la paloma del Espíritu Santo. El trono representa entonces al Padre, al Hijo - Evangelio y al Espíritu Santo - paloma. Sobre el arco que corona el ábside encontramos a veces, en el siglo XI, una imagen de la oración y la redención: la Deesis. En ella aparece el Cristo flanqueado por la Virgen y San Juan en oración. Estos dos primeros testigos de Jesús sobre la tierra son asimismo unos intercesores privilegiados, cuya principal misión es implorar el perdón de los pecados del género humano. De esta manera, los eruditos comentarios de los teólogos y la liturgia influyen cada vez más en la decoración de las iglesias, en una tendencia que se mantendrá hasta la caída de Constantinopla (1453) e incluso hasta más tarde. El Pantocrátor rodeado de ángeles permanece en el casquete de la cúpula, pero ahora se halla acompañado por los apóstoles, los profetas (en el tambor) y los evangelistas (en las pechinas).

            En el siglo XII se producen algunas innovaciones iconográficas de importancia. Los santos obispos de la banda inferior del ábside no están representados ya de frente e inmóviles, sino de medio perfil y oficiando; tienen largos rollos con inscripciones litúrgicas y representan así el desarrollo del oficio. En su centro se encuentra el Amnos o Cordero, es decir, el Cristo niño echado sobre la patena y ofrecido en sacrificio en el altar. El cortejo de los santos obispos que ofician recibe así toda su significación: celebrar. La Proskomidie, cuyo elemento central es la Eucaristía. En este período aparece igualmente la imagen del santo Mandylion, que es la de una reliquia legendaria: se trata de la famosa tela sobre la que había dejado su huella la faz de Cristo.

            Finalmente vemos aparecer una imagen que ilustra un versículo del profeta Daniel (VII, 9, 13-14) y muestra al Dios Padre conocido a través de su Hijo y denominado el Anciano de los Días. El árbol de Jesé, o árbol genealógico de Cristo, y a presente en el siglo XII, conocerá sobre todo un éxito muy especial en los siglos XIII y XIV.

            Paralelamente a estas transformaciones, surge un interés por los temas narrativos. Al ciclo de las Grandes Festividades se suman el de la Pasión (en versión abreviada desde el siglo XI), el de la Resurrección y el de la Infancia de Cristo. Igualmente mediante todo un ciclo se representa la Infancia de la Virgen, que tenderá además a amplificarse. Es frecuente que este ciclo se sitúe en la prothesis, considerada simbólicamente como la gruta de Belén y por ello perfectamente indicada para albergar estas imágenes de la prehistoria de Cristo. El diaconicon recibe con frecuencia la imagen del Bautista o pinturas que ilustran vidas de santos, que despiertan un grandísimo interés gracias al florecimiento de la literatura hagiográfica. Algunas de las novedades que se habían anunciado desde el siglo XI se imponen ahora con fuerza. Tal es el caso del Tránsito o Dormición de la Virgen y de una enorme composición que cubre una gran parre del muro occidental o del nártex: el Juicio Final. Finalmente, reencuentran su lugar en la iglesia las escenas del Antiguo Testamento, algo más abandonadas a partir del siglo IX. Ahora las volvemos a encontrar con mucha frecuencia, pero no tanto por su valor en sí mismas cuanto como prefiguraciones de la nueva Ley, acompañando así a los intentos de los teólogos de establecer un paralelismo y una estrecha vinculación entre los dos Testamentos.

            En la época de los Paleólogos (siglos XIII - XV). el programa iconográfico se hace tan amplio y variado, ...

            A lo largo de la Edad Media, la liturgia había sido objeto de una considerable revisión, y la piedad había evolucionado. La ortodoxia se había visto alterada por herejías, contestaciones y corrientes anticlericales. Los progresos de las nuevas corrientes humanistas habían despertado en el hombre una cierta conciencia de su identidad y de su valor, pero también unas inquietudes nuevas. La decoración de la iglesia no podía ya limitarse a evocar la presencia del Cristo, de la Theotokos y de los santos; ahora deberá probar por el detalle, persuadir, emocionar y auténticamente completar el oficio litúrgico.

 

Tania Velmans.- El mundo bizantino.
Ed. Alianza. Madrid, 1985 Nº 1084. Págs. 12-16