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EL ARTISTA EN LA época del gótico.-

“El hecho de que no conozcamos los nombres de muchos arquitectos que trabajaron en las catedrales góticas -como, por ejemplo, el arquitecto principal de la de Chartres­  no apoya la teoría de que eran anónimos en vida o que, simplemente, pertenecían a la “plebe” o al sacerdocio. En realidad, han sobrevivido los nombres de muchos arquitectos me­dievales a causa del desagrado sentido en esta época por el anónimo, la gran estimación en que se tenía a los maestros constructores y los medios por los cuales se los honraba (...); por ejemplo, a algunos constructores se les concedieron títulos académicos, tales como doctorados en cantería. Algunos arquitectos notables como Robert de Luzarches y Hugues Libergier, fueron inhumados en iglesias que edificaron ellos y sus efigies se grabaron en sus losas sepulcrales; además en un medallón situado en el suelo, al final de un laberinto tallado en el pavimento de la nave, se inscribieron los nombres de los arquitectos o maestros de la obra. El laberinto era la marca del arquitecto porque estaba asociado a Dédalo, diseñado del famoso laberinto del antiguo palacio cretense de Cnossos y a quien se honraba como precursor de los arquitectos medievales.

Los maestros constructores de las Catedrales, que equivalían a los constructores de hoy, procedían, con frecuencia, de familias seglares distinguidas, eran adiestrados por sus padres y su nivel social era elementalmente de clase media y profesional libre. Parece que eran hombres piadosos de moralidad íntegra y buena educación y económicamente muy acomodados. Tenían oportunidad de viajar dado que sus servicios se disputaban interna­cionalmente. La instrucción que recibían era la artesanía de albañilería o carpintería, geometría de Euclides, dibujo lineal, latín y francés y varias técnicas y secretos de la construcción que iban transmitiéndose de una generación a otra. Mucha de esta instrucción era empírica, basada en lo que daba resultados y durante siglos la arquitectura gótica fue desarrollándose por medio de pruebas y errores. El libro de notas del arquitecto del siglo XIII Villard de Honnecourt revela una curiosidad extensa, que abarca las máquinas, la escultura, el mobiliario. El maestro constructor podía muy bien estar versado en la elaboración de objetos y ornamentos, muebles y fortificaciones, así como de iglesias y castillos. Como base para el diseño tenía en cuenta los prototipos establecidos y fructuosos más bien que la originalidad.

La función del maestro constructor era concebir el plan tras consultar a un sacerdote o a los canónigos de la catedral o incluso al obispo, y decidir cómo proceder a la construcción del edificio; desde ese momento, solía confiar a un capataz la inspección de la edificación propiamente dicha. El dirigir por sí mismo las obras no era asunto del arquitecto, cuyas tareas eran más específicas. Siendo, con frecuencia, responsable de la selección de los materiales, igualmente procuraba la mano de obra, calculaba los costes y las cantidades, resolvía las disputas laborales y cuidaba del bienestar de sus artesanos.”

 A. E. ELSEN, Los propósitos del arte, págs. 72-73