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TIPIFICACIÓN  DE  LA  ESCULTURA  EN EL  S. XIX

 La percepción de un espíritu romántico en la escultura del siglo XIX puede encontrarse tanto en la producción de artistas académicos cuya obra entronca sin particulares enfrentamientos con los principios plásticos del Neoclasicismo, como en algunos escultores, especialmente franceses, que, a la inversa, es decir, sin tanta “revolución” como después se ha supuesto, se manifestaron en contra de algunas posiciones del jurado de los salones y trataron de demostrar que sus creaciones respondían al mismo grito revolucionario de pintores y escultores, aunque éstos señalaron repetidas veces que la escultura no podía expresar los sentimientos románticos. Por lo tanto, no pueden sistematizarse paradigmas formales de estilo hacia los que se acerquen unas u otras obras, ni tampoco períodos cronológicos de transición o plenitud: únicamente puede afirmarse que existe una “sensibilidad” romántica consciente y que en algunos casos esa “sensibilidad” parece poder reconocerse plástica o temáticamente.

Así, una pléyade de artistas de todos los países, generalmente clasificados por sus temas y su aparente respeto a una normativa conocida entre los clasicistas, tienen un innegable punto de vista romántico. Tal es el caso de la obra de Schadow o Rauch, en Alemania, de Pradier, David d’Angers o Bosio, en Francia, de Chantrey en Inglaterra, o de Ponzano o Piquer en España. En todos esos casos, y en otros muchos, lo clásico es sólo lo descriptivo, es decir, la posibilidad de localizar unos principios estilísticos académicos, pero, al mismo tiempo, existe una sutil irradiación de romanticismo que va desde la textura voluptuosa a la complejidad didáctica, de la ternura individualizada a la nostalgia historicista. En escultura, más que en ninguna de las otras artes, queda claramente manifiesta la imposibilidad de traducir en elementos formales constantes e invariables las distintas tendencias decimonónicas, por lo demás siempre encabalgadas.

Tradicionalmente, sin embargo, un grupo de escultores franceses -a los que no resulta fácil encontrar paralelo en otros países- suelen presentarse como abanderados de la causa romántica, en tanto que reúnen todos o una gran parte de los siguientes valores: frente al carácter intemporal, arquetípico, de la belleza ideal antigua, proponen la incorporación de temas contemporáneos, concretos, y la libertad para elegirlos, el gusto por la tensión y el movimiento, la curiosidad por lo grotesco y hasta lo imperfecto, la renuncia a principios anatómicos o compositivos estrictos, la búsqueda de efectos pictóricos y expresivos, la captación de la emoción y el arrebato, la manifestación de todo tipo de sentimientos, la exploración de la fuerza de la inquietud frente a la templanza y la sugerencia hasta el paroxismo. Pero tal clasificación es más fruto de una racionalización posterior, como consecuencia de una intencionada alternativa de situarse frente a algo, que la existencia real de formas nuevas. La prueba es que, aunque algunos fueron recibidos con crítica ad versa por su evidente posición reivindicativa, todos acaba ron integrándose sin mayores sobresaltos en el esquema general preexistente y su triunfo social no se hizo esperar. El carácter incluso tardío de su aparición en relación con otras artes es una demostración más de que esa pretensión consciente de que la escultura reuniese específicos valores románticos no se había traducido en un cambio sustancial. Por eso, todas las novedades son asimiladas por otros escultores -cualesquiera que sean su formación originaria y sus intenciones- de una forma sistemática, poniéndolas al servicio del poder y utilizándolas para su éxito. Estos últimos artistas suelen llamarse eclécticos en tanto que se supone que, por razones de cronología, efectúan un proceso de síntesis de tendencias, mientras otros, como Rude, Barye o Préault, suelen aparecer como genuinamente románticos. Otra vez es evidente la relatividad del concepto de estilo.

En la mayor parte de los países -e incluso en la propia Francia, cuya historiografía implantó unos modelos más rígidos- carece de sentido establecer diferencias entre espíritu romántico en el clasicismo, escultura romántica y eclecticismo, cuando, en realidad, la evolución de la escultura no sufre alteraciones. El término “eclecticismo” es, en cualquier caso, el que mejor define estilísticamente a la mayor parte de la escultura decimonónica. De todos modos, como ya se ha planteado, el eclecticismo puede interpretarse como una realidad inconsciente -y por lo tanto inevitable- o como un esfuerzo voluntario de síntesis. La dimensión formal del eclecticismo estriba tanto en la posibilidad de repetir un modelo del pasado según un lenguaje codificado previamente, al igual que en arquitectura, como en la utilización simultánea de múltiples estereotipos estilísticos -sobre todo los experimentos desde el Renacimiento- para conseguir la más perfecta de las obras de arte. En este último caso, el más frecuente, pueden señalarse en la escultura los siguientes aspectos: se trata de obras vinculadas a las esferas del poder (medallas en salones o exposiciones o encargos oficiales); la repetición de los citados estereotipos estilísticos no equivale a la repetición de la función (lo que se concibió para un altar puede aparecer en el remate de un edificio, en una plaza, en una tumba o en un centro de mesa); los valores inherentes a la escultura como arte (volumen, textura de materiales...) suelen verse desplazados por la búsqueda de efectos escenográficos y narrativos; hay un intencionado esfuerzo por manifestar todo tipo de alardes técnicos, huyendo de la simplicidad; la composición, por lo tanto, suele resultar compleja y, casi siempre, agitada; se produce un juego emocional, erótico muchas veces, con el espectador, de tal manera que el argumento o la primera apariencia determinan la complacencia en la escultura.

La repercusión del Realismo en la escultura es más de orden temático o expresivo que de innovación formal y por eso no cabe separarlo del marco general del eclecticismo. En realidad, los deseos de verdad, de vestir los personajes a la moderna, de seleccionar cualquier aspecto de lo cotidiano, existen, en Francia al menos, desde los años treinta. Se prodiga una temática que podríamos llamar de género, por ponerla en paralelo con la pintura, que desde una visión bucólica de pastores, pescadores o feriantes, se extiende a la representación “objetiva” de todas las clases sociales, desde la burguesía al obrero. Un papel singular hay que conceder al belga Constantin Meunier: su representación de trabajadores vinculados a las actividades de una sociedad industrial no tiene nada de pintoresca. El trabajo se ha convertido en un símbolo alegórico de otro poder, aunque los medios para expresarlo no son siempre tan distintos. Su estela, más superficial siempre, se deja sentir por toda Europa.

De todos modos, la escultura, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX sobre todo, denota unos valores forma les que si aparentemente han sido la causa de su minusvaloración frente a la pintura, también es verdad que, en ocasiones, merecen, desde otro punto de vista, ser tenidos en cuenta para la comprensión del fenómeno regenerador que se va a producir en el cambio de siglo. Así, puede reconocerse que el carácter pictórico evidencia una valoración de la superficie -de distintas superficies- que su pera la dicotomía entre materiales dignos y no dignos y otorga a cada uno la diversidad que le es propia. El ilusionismo, que parece la esencia contraria a la escultura con temporánea y resulta pretensión constante en el XIX, no es siempre la sustitución imaginaria de la realidad en el arte sino, por definición, la creación de otra realidad o ilusión y, en ese sentido, la escultura decimonónica no está tan lejos de cualquier obra de arte de cualquier época. Quede eso por un lado. Pero es que también la escultura es inevitablemente volumen en el espacio y esta condición no puede negársele a la escultura del siglo XIX; es más, cuando la temática realista se afianza, hay una complacencia en el volumen. En tercer lugar, hay que reconocer que la poética de Rodin, Bourdelle o Rosso -entre otros renovadores finiseculares- es la poética de lo primitivo, del boceto, pero los de Carpeaux o los Daumier no están lejos. Por último, ¿existe una diferencia verdaderamente radical entre tanta escultura calificada muchas veces apresuradamente de “modernista” -o de su entorno-, por aspectos en su mayoría superficiales, y tantas experiencias historicistas y esteticistas, en apariencia dentro del eclecticismo internacional?

La otra cuestión que gravita en torno a la escultura decimonónica, además del estilo, es la diversificación funcional de las distintas tipologías. Como en todas las manifestaciones artísticas del siglo -especialmente en arquitectura, pero también en pintura- existe una vinculación determinante entre forma y función hasta el punto de que ésta nos da las claves últimas de aquélla.

En primer lugar, debe considerarse que una escultura, para el siglo XIX, es -seguramente antes que otra cosa, pero, desde luego, además- un objeto bello cuya contemplación contribuye decisivamente al progreso humano. Esta afirmación, que puede parecer grandilocuente y pedante, es más obvia y tiene más consecuencias que en otras artes por que también significa que la escultura alcanza una dimensión decorativa esencial, tanto en su génesis como en los efectos que debe producir. En ese sentido, el proceso creativo de una escultura es complejo, pues las relaciones artista-obra de arte se verifican en dos niveles, a veces complementarios, aunque no siempre. Existe la relación tradicional de cualquier escultor que “crea” por los procedimientos habituales, más o menos renovados: del dibujo se pasa a la talla directa o al moldeado, que puede resultar obra definitiva o boceto, el cual, completado, se copia en mármol o se funde en bronce. Todo ello proporciona resultados variados; pero es que, además -dada esa dimensión decorativa-, entra en juego el problema de la reproducción, que es económico y estético a la vez: no sólo existe la posibilidad de copiar por puntos y en cualquier material y tamaño cualquier escultura antigua o moderna, sino la de sustituir unos materiales por otros con la apariencia que se desee y, sobre todo, fabricar en serie cuantos modelos se elijan, todo lo cual hace que el análisis exhaustivo de la escultura decimonónica desborde los límites de la historia del arte.

En segundo lugar, la dimensión íntima del arte del siglo XIX es vital para el desarrollo de la escultura, aunque sólo fuera por su abundancia, y por lo que contribuye a la configuración de dos tipologías: la estatuilla y el retrato. Las estatuillas representan todo tipo de temas y traducen muy significativamente el gusto burgués. Su papel no debe menospreciarse. El retrato es la expresión artística más apropiada, tanto del yo romántico o la individualidad oficialista, como de la realidad menos idealizada. La escultura de retratos es, más que la pintura, memoria sacralizada del modelo, pero, lo mismo que en ésta, suelen tener tanta o más importancia los distintos aspectos de la “puesta en escena” como la caracterización psicológica del retratado, es decir, la buena apariencia física en relación con el natural, el peinado (especialmente entre los femeninos), el vestido y, sobre todo, la expresión gestual. En este sentido, hay que recordar que uno de los concursos anuales de la escuela de Bellas Artes era el de “la cabeza de expresión”, a través del cual el artista ponía de manifiesto su capacidad para traducir plásticamente cualquier sentimiento (esperanza, dolor, odio, desdén, atención, violencia, desprecio, venganza, resignación).

Por último, el concepto historiográfico que hoy tenemos de la escultura decimonónica no sería tal sin la proyección pública que este arte alcanzó en los grandes encargos arquitectónicos, tanto políticos como religiosos, en el monumento urbano y en los cementerios. La escultura aparece estrechamente vinculada a la arquitectura, lo que es importante, tanto para comprender su sentido icono gráfico en relación con la función del edificio, como para apreciarla estéticamente en un conjunto que suele reunir relieves y figuras exentas destinados a ser contemplados como un todo. El monumento urbano es la tipología decimonónica por excelencia, por su difusión, su variado desarrollo y las implicaciones artísticas y extra-artísticas que reúne. Erigidos por concurso, encargo o suscripción, representan todos los valores del ciudadano porque, además de constituir piezas indispensables del amueblamiento urbano sin las cuales la ciudad sería distinta, engrandecen al hombre con el pasado o con las virtudes de otros, es decir, le definen socialmente, y, al mismo tiempo, proyectan su mensaje ejemplificador. El cementerio es, de alguna manera, la ciudad ideal del siglo XIX. Si urbanísticamente están organizados según los mismos principios y la arquitectura alcanza allí los extremos más fantásticos del eclecticismo, son las numerosas esculturas que salen de nichos y tumbas como seres mágicos congelados las que otorgan a los cementerios la dimensión sentimental y moral que poseen. Hay representaciones del propio difunto, de desgarrado realismo una veces, de plácida solemnidad historicista otras, pero lo que más abunda es la escultura alegórica, sea en relieve o exenta, transposición de personajes mitológicos o ángeles de dudosa filiación cristiana, que, junto a símbolos funerarios, se mezclan con la arquitectura y la vegetación hasta situarse en la imprecisa frontera entre la vanidad y la apoteosis.

 Carlos Reyero.- Del Romanticismo al Impresionismo. Ed. Arín. Madrid  1988. Págs.  29-37