Volver

- Documento -
( Texto en Word comprimido en ZIP)

 

roma: el retrato republicano.-

 Orígenes del retrato.-  En la Roma de Augusto estalló una polémica entre defensores y detractores del ius imaginum en su forma tradicional. M. Valerio Mesala Corvino que, como otros miembros de su familia, militaba en las filas de los primeros, protestó airadamente cuando unos Valerios inferiores trataron de encaramarse a su árbol genealógico. “Plebs non habet gentes” clamaban estos defensores de los usos antiguos. De un Mesala es probablemente la formulación de esta queja: “Aliter apud maiores in atriis haec erant, quae spectarentur; non signa externorum artiflcum nec aera aut marmora: expressi cera vultus singulis deponebantur armariis” (Otras cosas eran las que se veían en los atrios de nuestros mayores; no estatuas de artistas extranjeros, ni bronces, ni mármoles; rostros modelados en cera era lo que se colocaba en sus correspondientes armarios).

Y en efecto, en un nicho de una mansión de Pompeya, tan lujosa como la Casa del Menandro, se han recuperado, por el procedimiento de rellenar de yeso los huecos existentes en la masa de ceniza volcánica, los vaciados de unas cabezas humanas de una tosquedad inconcebible si no estaban conservadas como reliquias desde tiempo in memorial.

Las primeras máscaras debieron de ser como las más antiguas que se conocen en Italia, los cánopos de Chiusi y el rostro del Guerrero de Capestrano, que no en vano se interpreta como efigie de un difunto. En todas ellas está ausente la pretensión de reproducir el semblante de una persona concreta. Pronto, sin embargo, se debió de sentir la conveniencia de señalar tanto la forma general del semblante -redondo, alargado- como sus rasgos más sobresalientes. El material empleado habitualmente era la arcilla -pintada, en Chiusi, desde fecha muy temprana- y en algunos casos el bronce. No hay indicios, en cambio, de mascarillas de oro como las de Oriente. Los siglos V y IV no fueron propicios, ni en Grecia ni en Italia, para el retrato personal. A lo más que se llega es a piezas como la cabeza de bronce de un adolescente etrusco del Museo de Florencia, una obra maestra del retrato itálico en la que el núcleo estereométrico de la cabeza sirve de asiento a los rasgos que se consideran definitorios, sin llegar a constituir un con junto orgánico.

A finales del siglo IV se produce en Grecia una innovación trascendental que Plinio expone en estos términos: “Hominis autem imaginem gypso e facie ipsa primus omnium expressit ceraque in eam formam gypsi infusa emendare instituit Lysistratus Sicyonius, frater Lysippi” (Lisístrato de Sicione, hermano de Lisipo, fue el primero que para hacer el retrato de un hombre lo sacó en yeso, de su rostro mismo, e hizo una impronta de cera del molde para retocarlo a la perfección.). Cuando los romanos conquistan Tarento en el 272, sus artistas tienen ya ocasión de examinar de cerca retratos del tipo del de Aristóteles de Lisipo, el Demóstenes de Folyeuktes y otros que inauguran el retrato helenístico. La respuesta romana la da la obra maestra del retrato itálico, el llamado Bruto del Palacio de los Conservadores, que sin dejar de ser itálico, no se explica sin modelos griegos como los acabados de citar. A su misma escuela, pero de fecha algo posterior, pertenece la cabeza de un hombre rasurado, de cabello algo revuelto y ejecución similar, procedente de Bovianum Vetus, conservada en la Biblioteca Nacional de París, y otra de Fiésole, en el Louvre, todas ellas parte de estatuas honoríficas de bronce.

En los retratos de personajes históricos reproducidos en monedas de época de César, como ilustres antepasados de los jóvenes responsables de las acuñaciones, se observa una curiosa variedad de estilos. Los personajes pertenecientes al siglo I, como Sila o Aulo Postumio Albino, se amoldan a los estilos bien acreditados por los retratos escultóricos existentes. Son retratos republicanos típicos. Pero si uno se remonta más allá de la frontera del año 100 a. C., se ve cómo los monetarios recurren a dos tipos artificiosos: para los reyes y altos magistrados, cabeza idealizada con barba inspirada en el arte griego del siglo IV, o bien cabeza del tipo príncipe helenístico (si no se dispone de un retrato auténtico de ese estilo como era el caso de Flaminino, Escipión el Africano y algún otro). Estos últimos retratos, que sin duda existieron, pertenecen más al arte griego que al romano. Por eso nunca se llegará a probar a gusto de todos si el Déspota helenístico del Museo de las Termas representa a un griego o a un romano.

 

Las “maiorum imagines”.-  Además de las dos raíces -la etrusco-itálica y la griega- el retrato romano tiene una tercera, absolutamente original y que ya a los antiguos sorprendía: la institución de la mascarilla funeraria y el uso que de la misma se hacía. Si es cierto que la estatua del Guerrero de Capestrano llevaba el rostro y las orejas revestidos de una lámina de oro, podría afirmarse que si no en todos, al menos en algunos pueblos itálicos la representación del muerto por medio de maniquíes que acredita Polibio en el siglo II, se practicaba ya en el siglo VI.

Tras exhalar el pater familias su último suspiro, un escultor sacaba el vaciado del rostro del cadáver y el positivo en cera del mismo, que se pintaba procurando que sus colores imitasen lo más cerca posible los del rostro vivo. Esta mascarilla se guardaba en el armario de madera instalado al efecto en el atrio de la casa, con el títulus en que figuraban su nombre, cargos, triunfos, conquistas y otros méritos. En compañía de las de los miembros de la gens que componían la galería de antepasados, esta mascarilla estaba destinada a figurar en todos los funerales que la familia celebrase en honor de sus muertos, llevada siempre por un sujeto cuya figura se pareciese mucho al personaje representado.

Tanto las galerías de antepasados como las procesiones de muertos llenaban de asombro a los visitantes de Roma. A Polibio se debe la descripción más esmerada de las existentes. Pese a lo culto y civilizado que era, no le sorprende en lo más mínimo presenciar en la capital del mundo una ceremonia que a más de uno parecería hoy propia de una tribu salvaje. Naturalmente él sabía muy bien que aquello no era un carnaval ni una mascarada folklórica, sino un rito arcaico cuidadosamente preservado por la aristocracia romana, como res privata, para educar a sus hijos en la virtus y desplegar ante el pueblo los servicios a Roma de la gens. Basándose en dichos que había oído referir de Fabio Máximo Cunctator y de P. Escipión, recordaba Salustio: He oído muchas veces a insignes varones de nuestra ciudad afirmar que cuando miraban las maiorum imagines sentían en su ánimo un vehemente anhelo de alcanzar la virtus (la hombría, el valor del varón, vir). Es de saber que ni aquella cera ni aquella figura tenían en sí tamaño poder, sino que la memoria de las acciones llevadas a cabo encendía esta llama en el pecho de los varones egregios, llama que no se amortiguaba hasta que su virtus igualaba la fama y la gloria de aquellos antepasados.

La influencia de la mascarilla en el retrato romano es innegable, en cuanto ambos aspiran a ser reflejo fidelísimo del momento culminante de la vida del hombre, el momento del tránsito al más allá. Mascarilla y retrato son el recuerdo permanente del difunto, tanto si era joven como viejo. Equivalía al elogium, al cursus honorum, a la biografía del fallecido. Honos, fama, virtus, gloria, ingenium eran los hitos morales a alcanzar. El epitafio del hijo mayor de Escipión el Africano, muerto en plena juventud y cuando la vida no le había dado aún ocasión de desempeñar más cargo que el de flamen Dialis, declara paladinamente que las virtudes heredadas de sus mayores (las acabadas de enumerar) las poseía en grado tal, que de haber disfrutado de una vida más larga, hubiese superado fácilmente con sus acciones la gloria de todos sus antepasados: “quibus sei / in longa licu(i)set tibi utier vita /: facile facteis superases gloriam maiorum”.

Una vez resuelto que el retrato romano de pura cepa iba a ser representación de la cabeza, había que buscarle un soporte digno, que le permitiese un asiento natural. Los poco exigentes o los muy tradicionales, como el dueño de la Casa del Menandro, se conformaban con un cuello cercenado de raíz por encima de las clavículas; así lo está la impresionante cabeza de terracota de la Colección Campana (hoy en el Louvre), trasunto fiel de una mascarilla de cera no retocada.

En varias regiones de Italia y Magna Grecia se hacían desde época clásica bustos de terracota grandes y pequeños, cortados horizontalmente. Unos representaban a diosas y a dioses; otros -especialmente en la Italia no griega de los siglos últimos de la República-, a personas vivas o muertas. No sabemos si por imitación o por pura coincidencia, estos bustos volvieron a estar de moda en la Italia del Quattrocento. Tenían la doble ventaja de ofrecer al retrato una base muy estable sin necesidad de peana y de que, cortado sencillamente, el busto, sin otra pretensión, daba a la cabeza una grata prestancia con respecto al cuerpo.

Pero al fin la llamada a imponerse como clásica fue la forma de busto exiguo y corte convexo, propio de cabezas destinadas a insertar en estatuas o en hermas. Los romanos no tuvieron inconveniente en adoptar de los griegos aquella solución a la que habían de sacar notable partido.

Aprendida ya la lección de cuando los etruscos, los itálicos, los griegos y sus propias imagines tenían que decir al respecto, la aristocracia romana de la República, desgastada por crisis de varia índole y en dificilísima situación de recuperar su poder y su prestigio, logra paliar sus males por donde menos se hacía esperar: unas manifestaciones artísticas tan notables como para hacer de los últimos cincuenta años de la República Libre una época gloriosa de la civilización universal.

 

El retrato republicano.- Pero esos cincuenta años, entre el 80 y el 30, no son una era dichosa para los nobiles romanos, los Junios, los Fabios, los Valerios... Las figuras de los jefes militares -dinastas, como los llamarán los historiadores griegos-, Sila, Pompeyo y César, acaparan, hasta la muerte de este último en el 44, el escenario de la historia, imponiendo sus nombres a los períodos de sus hegemonías, como las familias nobles habían hecho en tiempos más felices para ellas. Pero no nos engañemos: agradezcamos las magníficas galerías de retratos escultóricos que su nostalgia del pasado ha hecho llegar a nosotros. Algunos de estos retratos corresponden, en efecto, a grandes hombres, tanto si sabemos identificar los como si no (los Escipiones, los Metelos, los Gracos, Livio Druso, Mario, Sila... deben de estar entre ellos, pues nos consta la existencia de muchos retratos de cualquiera de los dichos, pero por desgracia no tenemos documentos para atribuírselos); otros, a descendientes de aquéllos, sólo respetables por su orgullo familiar y la conservación de sus nombres; otros, en fin, meras nulidades que el vendaval del tiempo ha borrado de sus anales. De un total de seiscientos senadores, se pueden identificar los nombres de unos cuatrocientos, oscuros muchos de ellos o conocidos por casualidad. El resto no ha dejado huellas de su actividad o de su renombre... (R. Syme). A los fatídicos Idus de Marzo del 44 sucede la sangría de las grandes casas, consumada en Filipos, y después la avalancha de supervivientes, ansiosos de una parcela del poder, del Segundo Triunvirato. A efectos de la retratística, esta época no es menos interesante que la otra.

Insistamos en que el retrato romano del ocaso de la República es creación de la ciudad de Roma, una toma de posición frente al helenismo. El acento lo cal del retrato itálico se desvanece, y en su lugar se encuentra un empaque universal que es la expresión de aquella distinguida minoría que Polibio conoció en Roma hacia el año 150 y a la que no vaciló en calificar de los reyes del mundo.

Fue, en efecto, la creación más importante frente a la escultura griega, la que ofrece mayor diversidad y acierta a descubrir y realizar posibilidades no vistas por los griegos, un verdadero enriquecimiento del mundo artístico. Italia lo comprendió y aceptó inmediatamente. Una ciudad etrusca, independiente aún y que mantenía vigentes su lengua y su alfabeto, levanta a un Aulo Metelo de la aristocracia local una de las estatuas antiguas más célebres hoy en día, el Arringatore (Orador), y hace de ella una muestra ejemplar de retrato puramente romano de época de Sila. Ha dado comienzo, pues, el segundo acto de la representación del retrato individual, creado ex novo por los griegos en el siglo IV. Hubieron de pasar dos siglos largos para que este segundo acto comenzase. Hizo falta, primero, que una corriente de helenismo inundase Roma e Italia, como lo hizo tras la incorporación al Imperio del reino de los Atálidas, y la inmigración de grandes cuadrillas de escultores pergaménicos condena dos a la inacción en su patria. El impacto es manifiesto en todos los terrenos (terracotas de frontones, relieves, etc.) y también en el retrato. Pero justamente aquí, Roma tenía su tradición y sus propias ideas al respecto, y no consintió que como tantas veces en el pasado, un retrato romano pudiese confundirse con uno griego. Como en las imagines maiorum, el rostro había de ser la crónica de una vida, no un ideal, ni un héroe, ni un tipo, ni un presente; había de ser un individuo en su inconfundible condición de único, la epifanía de un hombre concreto, aunque el papel realizado por él en este mundo no se adivinase con tanta facilidad como en un retrato griego.

El modelo romano se impone al artista sin darle margen a la interpretación; la mirada de éste se quiebra en la coraza de la fisonomía. No aspira el retrato a perpetuar el semblante del hombre en su plenitud de años, de salud y de fuerza, cuando el cutis es aún lozano y la dentadura y el cabello están enteros; queden para los griegos esas frivolidades. Al romano le interesa el pasado puro en cualquier momento en que haya alcanzado su fin, de niño, de joven o de viejo. El retrato no eleva al sujeto a la cumbre de una existencia mítica, sino al lomo del pasado, a un momento de la historia. El contraste no puede ser mayor: los retratos romanos no son como astros que fulgen en el firmamento, allá muy por encima de nuestras cabezas -un Pendes, un Sófocles, amados de los dioses o de las musas-; no son verdades intemporales, sino nuestros compañeros de fatigas, habitantes del mismo mundo duro y real en que nosotros habitamos. Como una crónica veraz y sincera, recoge el retrato los efectos que los avatares de la vida y del tiempo han ido produciendo en el rostro individual; no trata como el griego de imponer, con su fuerza interna, su faz al mundo, sino que se deja modelar por ésta en resignada pasividad. El romano gusta de respirar el aire de la historia, donde se hacen sentir el paso del tiempo y las mudanzas consiguientes. Luchas, pasiones, éxitos, fracasos, van dejando en el rostro su huella inexorable. De ahí su preferencia por retratos de viejos, verdaderas ruinas humanas, biografías sin páginas en blanco. En favor de este argumento preferencial, y en contra de quienes atribuyen un peso abrumador a las imagines, hay que recordar que los retratos de jóvenes republicanos son escasísimos, y huelga decir que no todos llegaban a viejos.

Al lado del retrato aristocrático, creado y controlado por y para las gentes maiores, había otro más popular y propio de las necrópolis, inspirado de lejos en aquél. Las adaptaciones se hacen muchas veces en relieves y en grupos de dos, tres o más miembros de una misma familia, libertos muchas veces, o miembros de familias mixtas (por razones económicas y por mayor sumisión de las esclavas y libertas, a finales de la República los matrimonios de libres y libertos se generalizaron tanto que el Estado llegó a tomar cartas en el asunto). Sin negar el valor de estos retratos, hay que decir que el suyo es un mundo de arte industrial, apegado a sus fórmulas, que sólo tardíamente se hace eco de la obra de grandes retratistas, y en material barato, caliza o mármol de escasa calidad. La mayoría de estos retratos (bustos) pertenecen a los últimos años de César, pero el género perdura en época julio-claudia.

 

Maestros y talleres.-  En el primer cuarto del siglo I a. C. despuntan en Roma dos talleres fundados por sendos maestros griegos. El primero de ellos modela sus cabezas con una cohesión y una vida orgánica reveladoras de su total independencia del retrato itálico. No distribuye este maestro los rasgos de sus modelos por las cabezas de éstos, como elementos sobresalientes en una superficie única, sino que los coordina y concentra para dotarlos de una expresión momentánea y enérgica, hasta representarlos a veces como poseídos de un arrebato de cólera a punto de estallar. Una cabeza de terracota aparecida en el Cerámico de Atenas, con muchos rasgos de su estilo -entre ellos, el pelo lanudo que vemos en el retrato del cabeza de serie, Aulo Postumio Albino- permite atribuirle una procedencia de Atenas. Los ojos y su entorno, que en el retrato etrusco- itálico de la época, quedan desaprovechados, constituyen el centro animador de la fisonomía; y en segundo lugar, la boca, bella y carnosa en ocasiones, pero también elocuente y enérgica, aunque se encuentre sumida entre las encías sin dientes. Las monedas acuñadas en el año 49 por D. Postumio Albino, hijastro del personaje representado en ellas, revelan que éste no fue otro que el conocido Aulo Postumio Albino, cónsul en el 99, asesinado por sus sol dados en el cerco de Pompeya del 89. La versión mejor que tenemos de su retrato se encuentra en el Louvre, pero hay otras. Una de ellas, en el Braccio Nuovo del Vaticano, tiene una expresión apagada y sin brío, que ha llevado a la crítica a creer que aun siendo obra del mismo taller, acaso represente a otro miembro de la familia, Spurius, el hermano mayor de Aulus.

El Mariscal de Tívoli, una estatua recuperada casi íntegra, y que tal vez represente a uno de los Plautios de la hermosa villa tiburtina, así como una cabeza de la Sala delle Pitture del Vaticano, se revelan como obras de este mismo maestro, que en los años 90 y 80 logró una clientela muy distinguida en la alta sociedad romana. Quizá su obra de mayor empeño fuese el retrato de Sila, que por desgracia no ha llegado a nosotros más que en su reproducción en las monedas acuñadas, en el mismo año 49, por un descendiente del Dictador.

A las obras de este grupo, calificado por B. Schwitzer de helenístico-helenizante, se contraponen las de otro que merece la denominación de helenístico-latinizante. Es contemporáneo del anterior y tiene como él sus representantes en retratos monetales, especialmente en las cabezas del cónsul C. Coelius Caldus (año 94 a. C.) reproducidas en los denarios de un nieto de aquél.

A partir también del retrato helenístico, renuncia a su intenso carácter orgánico para emitir unas notas que suenan a voz romana. Como atendiendo a una fórmula o receta, la fisonomía acepta unas grandes líneas definitorias: las arrugas de la frente se prolongan por las  sienes; las patas de gallo acompañan a los ojos; el arranque del pelo suele dibujar sobre las sienes una S.; dos arrugas paralelas recorren las mejillas de arriba abajo, acompañando al surco de la boca, en cuyas líneas enérgicas se concentra gran parte de la fuerza del retrato. Es admirable que atemperando lo orgánico y dando entrada a elementos  lineales fuertes, se lograsen obras de arte como la Cabeza Stroganoff del Metropolitan de Nueva York, impregnadas de inconfundible sabor romano.

A finales de la década de los setenta, en que ya bullen en Roma los futuros componentes del Primer Triunvirato y despunta un Cicerón deseoso de triunfar, se abre paso un criterio que parece inspirado por una reacción de los adversarios del helenismo, partidarios de una romanidad de viejo cuño, que proclamaba como ideal la añeja figura del campesino-senador, adornado de las tres eses de sapiens, sanctus et severus (= prudente, escrupuloso y estricto). Sus retratos más representativos (ideales como retratos de viejo) forman el grupo romano antiguo. Su base radica en la imago; los ojos pierden fuerza; todos los detalles de la fisonomía, incluso lo feo y defectuoso (v. gr. las verrugas), se registran escrupulosamente. Parece como si hubiese dos talleres o escuelas. El primero trabaja desde dentro, y el resultado final es una superficie movida, de salientes y entrantes, un hacer propio de artífices del metal, que tiene sus mejores exponentes en el Viejo Tononia y en el retrato monetal de Antius Restio. El segundo taller parece inspirado por un tallista que labra en la madera mallas de pliegues y arrugas en busca de efectos de claroscuro. El magro oficiante del Vaticano, con la cabeza velada por la toga, es obra suya. Todos ellos son retratos inolvidables, trozos vivos de la Roma de fines de la República, hablando en su magnífico latín. El Viejo Torlonia representa al campesino, duro, terco, enemigo de dar su brazo a torcer y convencido de la rectitud de su criterio. El oficiante velado, en cambio, parece un hombre distinguido, si bien no de la más rancia nobleza, un poco cansado y tal vez decepcionado de su experiencia de la vida.

El actor favorito de Sila, el archimimo Norbanus Sórex, mencionado por Plutarco, acompañó al Dictador a Puteoli hasta la muerte del mismo y se retiró después a Pompeya, colonia desde hacía poco de los veteranos de Sila. La estima de los pompeyanos por el célebre amigo de su benefactor se materializó en el emplazamiento de un retrato suyo, de alrededor del año 60, en un rincón del Pago Augusto, donde se ha encontrado, con la inscripción correspondiente en una herma de mármol. El retrato, de bronce, estaba hecho, como sus muchos congéneres, para instalar en herma de piedra en el atrio, a los lados de la entrada al tablinum. Su calidad y su interés aconsejaron a Schweitzer hacer de él el epónimo de un grupo, del segundo cuarto del siglo I, en que sin renunciar a su espíritu romano, sólidamente establecido ya desde los retratos del Grupo de Albino, el retrato vuelve a helenizarse, poniendo los ojos en modelos como el de Filetero, el fundador del reino de Pérgamo, concentrando las energías del rostro en las zonas de la boca y de los ojos y entrecejo. El pelo de Sórex, muy corto, traza un amplio giro horizontal sobre la frente y sendas eses sobre los temporales; sus diminutos mechones están estilizados como el plumón de un pájaro.

Integran el mismo grupo otros retratos excelentes, como el Sacerdote de Isis, del Museo de las Termas, el esposo del Monumento funerario de Vía Statilia y una cabeza de terracota del Museo de Boston, que parece el trasunto de la mascarilla sacada del modelo vivo.

También Pompeyo encabeza un grupo de retratos, y lo hace con dos ejemplares, uno de Venecia, que lo representa a los cuarenta y tantos años, tras haber alcanzado la cima de su popularidad en el año 61. Pudiera ser el utilizado para la estatua ecuestre que se alzaba en el Comitium, junto a los Rostra, al lado del de Sila. Tiene algo en común con el de Sórex, pero es más suelto, menos tenso que el del actor, y se inspira claramente en los de los Diádocos. Del mismo artista es el retrato sedente de un dramaturgo romano de la época, el mal llamado Menandro, del Vaticano.

El otro retrato de Pompeyo es copia, sin duda, del que el pueblo le hizo erigir en el año 52 en la Curia Pompeii en gratitud por la construcción del teatro y de los pórticos del mismo nombre. Pompeyo pasa ya de los 50 años, pero su bonhomie se encuentra en la cima y así lo revelan su expresión jocosa y el mechón rebelde que se encrespa en lo alto de su frente, la anastolé que los aduladores de los años de su juventud decían que era uno de sus rasgos de Alejandro (y que lo animaron a usurpar el cognomen de Magnus, Cn. Magnus Imperator, como rezan sus epígrafes). En este retrato culmina la tendencia pictórico-patética iniciada en los días de Sila; el artista trata de superar al modelo helenístico con la experiencia romana, y seguramente lo consigue.

Por estos años se inicia la serie de los retratos de Cicerón, que aglutinan a los de quienes lo imitan o acuden al mismo taller. Con más de medio siglo a sus espaldas, el consulado y el destierro en su haber, el poder en manos de los triunviros, Cicerón es el estadista veterano y el intelectual más prestigioso de Roma. Tal vez no sea casualidad que su primer retrato, el del tipo Apsley House, sea el primero y el mejor de los retratos clasicistas romanos. Bien pudiera haber ocurrido, en efecto, que un artista perspicaz, consciente de que tenía ante sí a la primera cabeza de Roma, experimentase con ella algo nuevo: una aproximación a Grecia jamás intentada por nadie, no a la Grecia con temporánea ni a la del primer helenismo, sino a la Grecia clásica de los siglos V y IV, a la Hélade de Tucídides, apasionadamente estudiado e imitado por historiadores del talante de Asinio Polión y de Salustio, a la Grecia de Menandro, cuyo retrato estaba en la mente, si no a la vista, del escultor para quien ahora posaba Cicerón: el hombre, tranquilo y sereno en la plenitud de su ser, en lugar del sujeto arrebatado por la agitación momentánea; las formas claras, en su plasticidad natural y objetiva, en vez del efectismo teatral y pictórico; las leyes ocultas detrás de la realidad y no la crasa realidad por sí misma; la hermosura del hombre y no la personalidad del individuo. Estos fueron los ideales que el autor del más antiguo de sus retratos conocidos -probablemente el primero en el tiempo, hecho hacia el año 51, editada ya De republica y en trance de elaboración el De legibus-, hizo resplandecer en una obra excepcional y revolucionaria.

La apertura al arte griego clásico que despunta en el primer retrato de Cicerón facilitó la visión objetiva del modelo en muchos retratos del decenio de los años 50 en que el romano renuncia a los gestos y expresiones melodramáticas en que había incurrido a veces anteriormente.

El segundo retrato de Cicerón, hecho en vida y a instancias de quienes lo consideran ya un clásico como escritor, el Cicerón Chiaramonti, representa a esta romanidad sencilla y severa. Se vive en el decenio de la guerra civil entre Pompeyo y César, de la Dictadura de éste y de su trágica muerte. Cicerón se ha marginado. Las esperanzas que en él hubieran podido despertar los Idus de Marzo se han frustrado al percatarse de que el partido cesariano sobrevive al mando del cónsul Marco Antonio. Pomponio Atico, el sagaz y buen amigo, le recomienda que se abstenga de intervenir en política y se dedique a escribir historia; pero él quiere guerra y no paz. Su retorno a la vida pública es catastrófica, para el pueblo romano y para él. Su exponente, las Filípicas, con las que aspira a destruir a Marco Antonio y al partido cesariano, sirviéndose de Octaviano, el heredero del César. Sólo la muerte lo redimió de sus errores y fracasos. La posteridad, generosa a la hora de olvidar, ni hizo hincapié en ellos, sino en su obra escrita, y lo inmortalizó en un retrato que ha sido modelo de otros muchos de estadistas y prelados. La mejor de las copias de este retrato definitivo, la del Museo Capitolino, es tuvo hace siglos en poder de los Barberini -la familia del papa Urbano VIII- y pudo haber inspirado a Bernini su retrato del cardenal Scipione Borghese. El barroquismo del busto de Cicerón parece inspirado en el de sus fogosos alegatos políticos. Según los testimonios de la época, uno de ellos del propio orador, éste tenía por lo menos dos estatuas en lugares públicos, una en la Samos griega y la otra en la ciudad de Capua. Se las habían levantado en vida por su condición de hombre de Estado, no de letras. La edad que aparenta en el retrato que ahora comentamos no puede distar mucho de los 64 que tenía cuando fue asesinado. Podría ser, por tanto, un retrato póstumo, una obra maestra del retrato antiguo. Su expresión combina el dolor de la decepción con la resolución fría de seguir luchando; delata también la pérdida de fuerza física y el aumento de capacidad intelectual que la vejez incipiente suele llevar aparejadas, un triunfo rotundo para el afán del retrato romano de representar al hombre como persona, no como héroe mítico.

Pronto, sin embargo, se llegaría a esto. En una de las cartas de Cicerón, deja constancia el orador, con la natural alarma, de que Octaviano ha jurado con la mano extendida ante una estatua de César, no cejar en su empeño de vengar su muerte. Por entonces fue vista una nueva estrella en el firmamento, que la multitud asistente a los ludi Victoriae Caesaris aclamó con fervor como el alma del finado, el Iulium sidus. Octaviano ordenó colocar estrellas sobre la frente de todas las estatuas del Dictador, nuncios de su próxima divinización.

Pese a esta aparente abundancia de retratos de César en la Roma de su tiempo, muy pocos son los que han sobrevivido, y menos aún los que ofrecen garantías de autenticidad. La Sala del Busti del Vaticano exhibe una cabeza que, si no hecha en vida del Dictador, puede considerarse como su efigie oficial, hecha en tiempos y según el gusto clasicista de su heredero en el Imperio. La cabeza no es una construcción naturalista, sino estereométrica, un prisma alargado en que el artista ha encajado los rasgos del modelo: la frente moderadamente alta, atravesada por surcos regulares; las sienes hundidas; la mandíbula inferior ancha y tenaz; los ojos grandes, capaces de una mirada intensa y concentrada. Parece la cabeza de un asceta, animada por un enérgico e intenso fuego interior, el mismo que iluminó la personalidad evanescente de este hombre singular.

Muy distinto, pese a representar a la misma persona en el mismo momento de su vida, es un retrato conservado en Aglie (Piamonte) desde hace años, pero procedente de Túscolo, en las cercanías de Roma. Pudiera ser la copia de un bronce que conservase mucho del modelo en barro, por ejemplo, en el pelo. Tal vez sea el retrato más fiel al natural. La depresión que, visto de perfil, se observa en lo alto de la bóveda craneana es rasgo (una anomalía, si se prefiere) que pese a su pequeñez, acusan sus efigies monetales; lo mismo puede decirse del cuello, largo y delgado. No tendría nada de extraño que fuera éste el retrato escultórico más antiguo que nos ha llegado de César. En su semblante resplandecen el ingenio, la espiritualidad y una ironía que desaparece de los retratos posteriores, más preocupados por transmitir la imagen del gran hombre, del César arquetípico.


M. A. Elvira y A. Blanco Freijeiro.- Etruria y Roma.
Ed. Historia 16, Madrid, 1989 Nº 12. Págs.  98-113