Volver

- Documento -
( Texto en Word comprimido en ZIP)

 

escultura romana:   el retrato

        En escultura, el espíritu romano se mostró menos innovador; siempre estuvo desprovisto de imaginación. Sin embargo, su contribución es importante en algunos dominios limitados de las artes plásticas. Su espíritu práctico y su gusto por el naturalismo favorecieron el desarrollo del arte del retrato. También aquí las formas originarias provienen del exterior. De Etruria en primer lugar, donde la tradición de la efigie funeraria producía aún, en el Siglo II a. J., retratos que plasmaban con fidelidad los rasgos de los difuntos; los romanos, que también gustaban de conservar las efigies de sus muertos ‑a veces bajo la forma tan realista de la máscara funeraria‑ se hallaban predispuestos a acoger este aspecto de la plástica: hay una transición apenas perceptible entre el retrato etrusco y el romano. De Grecia, por otro lado, donde, desde comienzos del Siglo IV a. J., la escultura había otorgado a este género un importante lugar; pero, donde el escultor romano buscaba sobre todo un intenso parecido, el artista griego valoraba los rasgos genéricos; esta diferencia no impidió, sin embargo, a los artistas griegos hallar abundante y rica clientela en Roma. La influencia del estilo helenístico persistió hasta el siglo I a. J., aunque los mejores retratos de finales de la Repú­blica denotan una vida individual intensa y concentrada y dejan transparentar la poderosa personalidad del efigiado. Como señalara G. Boissier, “la civilización con frecuencia sólo está en la superficie, y, bajo el elegante exterior, se reencuentra el alma ruda y salvaje de esa despiadada raza de soldados”. Los retratos de Pompeyo, Cicerón, César revelan los marcados caracteres de estos personajes históricos, en particular la estructura ósea, los labios duros y apretados, los grandes ojos bajo una frente despejada; en ciertos retratos de César, son casi la expresión pura de la voluntad, de la ambición, de la voluntad de poder que animaban al conquistador de las Galias.

        En la época de Augusto, como en arquitectura, el gusto clásico por la búsqueda de cierta generalización, atenúa algo las expresiones demasiado individualizadas en los numerosos retratos que existen del Emperador en diversas épocas de su vida, y en los miembros de su familia. Un bello ejemplo de esta labor de idealización lo facilita el retrato en pie (Louvre) firmado Cleómenes: el rostro del monarca es tratado como Mercurio; sólo ciertos detalles particulares, como la disposición de los bucles, el modo de fruncir las aletas de la nariz y el dibujo de la boca individualizan al personaje. El trabajo de adaptación de las tradiciones helénicas a las exigencias del realismo romano es particularmente perceptible en un retrato de Agripa (Louvre), que denota, como otras obras romanas, influencia de Scopas, pero modificada en el sentido de acentuar el rigor de cada facción. Entre esa derivación del idealismo, y la corriente que dimana del realismo, y que tiene en Etruria una raíz importante, oscilará el arte romano del retrato, logrando con frecuencia sintetizar ambas tendencias. En cuanto a la representación, aparte del busto, o de figuraciones sedentes, hay abundantes efigies en pie, togadas o con el personaje revestido de armadura. Un período retratístico interesante es el de Adriano, en el que culmina el arte iniciado en la época de Augusto, que da bellas efigies de casi todos los emperadores situados entre ambos. Más tarde, en los retratos de los siglos III y IV, se manifiesta una tenden­cia a la simplificación, y se acentúan influencias provinciales, sobre todo célticas y africanas, en las que el trazo incisivo reemplaza al modelado.

        Si muchos museos europeos están provistos de esculturas romanas, incluso en cierta abundancia, son escasas las obras de estatuaria que denoten verdadera originalidad. Las obras griegas, acumuladas en Roma desde tiempos de la República, como resultado de la conquista de Grecia y Macedonia, fueron copiadas y recopiladas, sin ganar nada con esta multiplicación de ejemplares. Los escultores romanos se conformaron demasiado fácilmente, en ocasiones, incluso tratándose de un encargo preciso, con tomar un tipo helénico, vestirlo con toga, y reducir al tratamiento de la cabeza su labor original. Es conocido el procedimiento muy característico de cambiar las cabezas en las estatuas honoríficas, cuando el titular dejaba sus funciones. Esto implica una perfecta indiferencia en cuanto a la representación del cuerpo, a diferencia de lo que sucediera en Egipto y Grecia, donde los problemas de equilibrio, movimiento y estática eran estudiados por sí mismos. Son muy escasas las obras que, como la de Augusto llamada de Prima Porta (ca. 20 a. J., Vaticano), posean verdadero sabor original: el Emperador aparece en pie, con coraza; el paludamentum lo lleva arrollado en torno a la cintura y sostenido por el brazo izquierdo, mientras que el derecho se proyecta hacia delante, como para anunciar el discurso que Augusto va a pronunciar. La posición es la de los atletas del siglo V a. J.; el peso del cuerpo cae sobre la pierna derecha, mientras que la izquierda se inclina hacia atrás y sólo se apoya con la punta del pie. La coraza está enteramente recubierta de figuras simbólicas que expresan el poder del Imperator, señor del mundo. Rasgo característicamente romano: en el centro de la coraza se representa en relieve un momento histórico: la devolución a Tiberio de las enseñas romanas capturadas por los parthos cuando vencieron a Craso y a Antonio. Coraza y paludamentum no son tratados por su valor plástico sino como insignias del poder imperial.

R. Ma. En Arte Occidental y del Próximo Oriente.
Ed. Gustavo Gili. Tomo II. Barcelona 1969. Págs.  228-233